"comprehendere scire est"

Divisor

Consejo Nacional para el Entendimiento Público de la Ciencia.

Púrpura visual


José Luis Ramírez

MIERDA PROFUNDA
Sólo había constelaciones incompletas en un cielo que se ennegrecía por mero capricho, dejando a los neones envolverlo todo de un resplandor enfermo que se perdía en la pupila.
No le sorprendió escuchar que la canción se repetía al terminar, de algún modo, él sabía que sería siempre así; la pantalla de cristal líquido detrás del acrílico sin que él se atreviera a tratar, sabía que ese trozo de plástico transparente tenía el mismo grosor que los muros del apartamento, era un trabajo limpio, no se veía la unión al concreto y tampoco la posibilidad de hurtar la pantalla, sólo el acrílico rayado y el brillo de aquel monitor haciendo de portero.

— Es Key.

La voz se perdió entre el ruido de un aire que se colaba frío desde los tragasoles destrozados, trayendo consigo el olor a cable quemado característico en la urbe, el resplandor de los neones, la depresión; el suspiro cansado de una compresora que hacia de cerrojo.

—¿ No hay luz?

La fluorescente del baño apareció en segundo plano, venida de una consola cuya respuesta era automática sin importar el patrón de voz.
Obedeciendo sólo por romper la rutina, Mita estaba ahí, aletargado en un sofá que daba la espalda a la única ventana del apartamento, lejos del resplandor que reflejaba el caos de la ciudad en el cielo y los cientos de luces que artificiales, poseían el lugar que por derecho le corresponde a la luna, los sueños, las ilusiones, una voz que rompe el cuadro propio de la melancolía, la canción que se repetiría al terminar.

—¿ Qué hay?

Key hizo una seña que parecía más el intento inútil por alterar los sensores de movimiento, sin que hubiera una respuesta, como si Mita fuera sólo otra de las sombras que se perdían en el suelo.
Le ofreció un cigarro y al no haber respuesta, se encendió uno a si mismo, como dándose valor, preparando lo que habría de venir en su monólogo que comenzaría al exhalar la primera bocanada de humo.

— Hace frío, ¿no?

La sombra aletargada en el efecto de un narcótico cualquiera, quizás morfina, hipodérmica y empaque de aguja a un lado, vacíos.

— Como sea—se acomodó el cabello—Tengo algo para ti.

Apenas un movimiento entre el negro, haciendo a un lado el empaque de algo, un suspiro, la pupila dilatada en busca de un refugio contra la silueta de Key.
Aunque no hay nada más que el ardor del cigarro.
Las palabras, el eco, la fluorescente marchita desde el cuarto de baño.

— Oí que es algo grande—muchos gestos en las manos, como si quisiera esconder en mímica su miedo—. No estoy seguro, pero eso oí—. Los labios besan el cigarro—. Dicen que está en criptografía, pero—se limpia el sudor en el rostro, siente el frío escurriendo en las costillas, el corazón acelerando su ritmo, la cabeza dando un vuelco inverosímil—, sé que para ti será fácil... sé que...
— Estoy fuera Key, lo sabes.
— Sí, pero...
— Deja, no tengo planes de volver al negocio.

Key cerró la boca y se tragó la ira, pero el naranja de ceniza ardiendo dejó ver que sus manos buscaban todavía la forma de seguir argumentando, luego también cesaron todo movimiento, Key exhaló, golpeó la colilla del cigarro con el pulgar para dejar que la ceniza cambiará de lugar hasta el piso, el tono en su voz también cambió.

— Ana está en esto.

Las palabras de Key se tradujeron en capilares que al instante embotaron la mirada de Mita, sin atreverse a llorar, sólo su respiración que cesa un instante y luego, un suspiro que miente indiferencia, Key recargó su cabeza en el muro, se deslizó hasta quedar en el piso, la trayectoria marcada por el humo que se disipa en turbulencia.

— Es mierda profunda.

Usó la expresión en ingles, como recordándole a Mita la jerga que debía usarse en esas cosas, él repitió la frase, mierda profunda, ese juego al que se atreven sólo los que no tienen más que perder, la voz de Key siguiendo la historia.

— Es un banco en Costa Rica, se sabe que es la fachada de gente en Tokio, mi agente dice que son lo más caliente en la red, si entras...
—¿ Cuál es la parte de Ana?

Key sonriendo, de algún modo sabía que sólo eso importaba del trabajo, inclinó la cabeza al tiempo que exhalaba el que sería su último beso al cigarro.

— Un aborto, su cuerpo rechazó el implante hepático que le hicieron, los médicos de aquí trataron pero sólo jodieron su sistema inmunológico—una pausa—, se supone que está desahuciada cuando conoce a este tipo en ciudad de México y él se la lleva a Tokio, reescribieron el dna de sus glóbulos, lavaron su hígado... hasta le pusieron una membrana en la vena para que pudiera picarse sin “curar” la aguja...

Una sonrisa.

— Si no te importa.

El gesto en las manos deja a Key adivinar que Mita no está interesado en detalles, era fácil saber que sólo el nombre, Ana, no era algo que encajara en esa atmósfera.

— Tiene algo de ellos, un disco, igual y no es nada pero nadie ha podido leerlo y bueno, está el monograma del banco.

La mueca en el rostro de Mita.

— No lo tomes personal viejo, ella no quería que...

Sólo asintió.

—¿ Y el disco?
— Es la mejor parte—suspiró, como si supiera de memoria esa parte que venía—. Ana cree que es un seguro de vida...

Los ojos de Mita, la cuenca vacía, gris.
El rostro iluminado en los tonos de una calavera, cuando cruzaron la mirada se dieron cuenta de que no era necesario terminar la frase, Key lo hizo de todas formas.

— No va a darle ese disco a nadie, tienes que ir donde ella.

Los párpados cerrándose, se suponía que Mita habría de decir algo, pero no, sólo se levantó del sofá y caminó hasta el escritorio, tomó la mochila que estaba a un lado para sacudirle meses de polvo que tenía encima, conectó el cargador de baterías, el semiconductor cambiando de naranja a verde, parpadeando.

—¿ Y entonces?
— Dilo tu.
— Le dije a Ana que estarías en el Europa... A las nueve.

Key se puso de pie y Mita pudo ver que llevaba un arma, una escuadra de nueve milímetros atorada en el cinturón contra el vientre, alemana quizás.
Se acomodó el cabello y lo miró luego de un modo atento, preguntándose si esa historia era cierta o sólo una farsa para convencerlo de salir.
No había modo de saberlo.
Inclinó el rostro, sintió como la sangre tibia se acomodaba al nuevo ángulo del cerebro, las ideas revolviéndose en su cabeza, la canción repitiéndose, Key ansioso de una respuesta, un vistazo al reloj.

— Nos queda una hora, vamos y te invito un trago.

Mita se negó.
Y Key pudo verlo caminando hasta el baño harto de letargo, como si esos tres años lejos de Ana le pesaran aún, el ruido del excusado filtrándose en los muros del apartamento.

— Los alcanzo allá.
— Como quieras—Key buscó la fluorescente del baño, la sombra de Mita que se desnudaba lejano a un suelo que servía sólo para arrojar la ropa—. Mita...
Key tragó saliva, dudó en preguntarle.
— Los veo luego Key.

La voz perdiéndose en el ruido de agua que salpica los azulejos, no dijo más, sabía que Key cerraría la puerta a su espalda, que lo dejaría solo para meterse en la ducha sin preocuparse siquiera por activar el dispositivo de agua fría.
Sólo vapor, agua hirviendo que enrojecía la piel sin darle calor a su cuerpo, el dolor, uno tan amargo que multiplica esa angustia que él se traga, recargó la frente en el moho de los mosaicos, dejó a su cuerpo acostumbrarse a la idea del infierno, luego se alistó para ir.
Nunca hacia falta mucho.
La mochila a punto con lo indispensable, consola, módem, teléfono celular, una playera limpia que enreda una nueve milímetros idéntica a esa que lleva Key en su vientre, no hace falta revisar, no hay anfetas ni morfa, sólo el protector bucal de boxeador y los electrodos, las crótalos en su estuche y listas a usarse, un frasco con pastillas de azúcar comprimida, un par de dosis ínfimas de miel natural en empaques de alto vacío, revisó la hora, había tiempo para caminar, organizar sus ideas antes de un bar que no era distinto a lo que él recordaba.

EUROPA
Rostros nuevos como moscas en torno a la mierda.
Jean Claude a la puerta como siempre, presumiendo el verde de un reloj digital implantado por debajo de su piel negra, harta de tatuajes, sufriendo una cirugía cada seis meses con el fin único de cambiar la batería, limpiar los coágulos en las terminales de cobre, “no hay plata para otra cosa” decía, pero la verdad es que lo hacia por su adición al dolor, el sólo hecho de bajar su mirada era ya un saludo, el concreto desnudo, el detector de metales.
Su alarma que no era tan importante, que estaba ahí sólo para conservar la licencia de licores, los neones en todas partes, el lugar empapado de negocios, la cadencia de esa chica que fornica al aire, toda cableada.
Llevando sus movimientos a la red desde los sensores, tocándose, manchando la película de plástico termocromático que tiñe en distintos tonos su piel, azul en los brazos y el vientre verde, naranja en manos y cuello, la entrepierna roja igual que los senos, los labios, el vértice de una espalda que se bifurca fosforescente.
—¡ Mita!
Su gesto roto al distinguir el origen de aquella voz.
Exhala, los dientes acosando sus labios, en la mesa estaban Key y un desconocido, Ana.
—¿ Qué hay?—Bajó su mirada hasta cubrir con ella a Key y al otro, luego hizo personal su saludo—. Ana.
Tragó saliva, ella sólo asintió, podía olérsele el miedo lo mismo que se le olía la morfina, los ojos enrojecidos, Mita sentándose sin que lo inviten, sabiendo que la cerveza restante es suya.
El ambiente más denso de lo acostumbrado y él queriendo engañarse, sacando la consola a la vez que se dice que ha estado mucho tiempo fuera de eso, sus ojos paseándose por Key y el desconocido, evitando ese rostro de Ana, la cerveza fría es como una bendición a ese nudo en su garganta.
—¿ Tienes el disco?
Apenas podía estar seguro de haberlo dicho, por eso extendió la mano, estaba nervioso, como un novato, pero su mano se fingió quieta para dar seguridad a los otros.
La trayectoria del disco en el vacío, yendo de los dedos de Ana a los de Mita, nueve centímetros de cromo, la charola del cd siguiendo a un pulso de tecla, exhaló.
Y luego se frotó el rostro, presionó una tecla.
Miró a Ana un instante y luego, bajó la vista para ver como se perdía el total de ese diámetro, como no quedaba nada sino el ruido del servo, el bar iluminado de televisores que cuelgan del techo, un liapunov presumiendo aquella metamorfosis perfecta del caos en estética.
Estallaron las percusiones y la melodía.
El ritmo imposible de la atmósfera, sensores de midi traduciendo la respiración de la bailarina y la de espectadores, los chicos ahogando la noche en cerveza y anfetas, escuchando, transpirando, mirando con morbo esas mesas en las que resplandece el cristal liquido, latente.
La portátil a la espera sólo de las interfaces.
Mita sacando el cable de aquel bolso en su chamarra, desenredando, tomando el extremo cuyo contacto entra a la consola, el otro es sólo el sensor del electro, nada sino un trozo de plástico que no parece la aguja electromagnética que en verdad es, el índice izquierdo escurriéndose hasta sentir el fondo, la mochila está en el suelo a un lado de él, se agacha para tomar el estuche de las crótalos y los trodos, el protector bucal; el módem y el celular no harán falta, tampoco la nueve milímetros, tuerce el cuello, comienza el ritual.
Humedecer de gel las terminales de los trodos para ponerlos en su cabeza, la boca abierta para recibir ese plástico suave del protector, abrir el estuche de las crótalos y ponerlas en su sitio, como si fueran lentes de contacto.
Un sólo movimiento de índice y medio contra los ojos, está ciego, depende sólo de la práctica para encontrar esa tecla de enter con el meñique, hala el gatillo, el monitor lleno de tres ventanas distintas, signos vitales, trazador de comandos y el ciberespacio.
Interfaz vr que simula la consola como un conjunto de bloques funcionales, la imagen es la misma en su retina.
La piel brilla de una fluorescencia inducida.
Comienza el juego, la realidad destrozada por una maquinaria de silicio que hierve, los bytes acomodándose a un cerebro desorientado por completo, el protector para boxeadores mostrando su cometido mientras los sentidos se ubican a esa nueva realidad, puede verse la circuiteria, la luz blanca que se pierde en ese infinito de lo eléctrico, una etiqueta señala la velocidad de proceso, otra, los recursos que están disponibles, delante suyo, tiene el disco.
No luce distinto a otros.
Seis caras de un cubo marcadas de ese logo que mencionó Key, luego el índice pulsa en la nada para trazar una retícula que se extiende naranja en las tres dimensiones, casi puede sentir el miedo de Ana, el miedo propio.
La descarga eléctrica que lo repele al tocar el icono, el acto reflejo hace obvio que no hay suerte, que debe extender el brazo hasta otra de las caras, la perspectiva cambia, se repite la descarga al intentarlo de nuevo.
El dolor se incrementa.
Sólo que él debe repetir la operación, sin fijarse en cuantas veces ni en como lo hace, sólo trata, sabe que sin el código la única oportunidad es así, aleatoria, una de las caras habrá de ceder.
Alguna se hará más tenue.
Dejará de haber descargas mientras aquella textura deja de lucir sólida para hacerse transparente, una oportunidad que quizá no habrá de nuevo, mientras entra, puede ver la superficie detrás suyo reparándose a si misma, puntos repartidos al azar como glóbulos que coagulan al cubrir una herida, pero ya no importa, está en fase.
Se lo dice el hexaedro que se desdobla como una figura hecha en origami, la retícula de neón anaranjado sustituida por el negro de un espacio en el que flota una superficie de iconos plateados, todos girando alrededor de una órbita del caos, acomodándose en torno suyo.
Desplegando corales transparentes de formas caprichosas, serpientes de luz flexible que lo abrazan sin que él pueda hacer nada por evitarlo, aunque trate, aunque su cuerpo gire en ángulos que son posibles sólo en ese espacio, afuera, la cordura de sus ojos se pierde en ese movimiento rápido que tienen en los instantes de sueño.
Su rostro es una mueca que brega ira y esfuerzo, como si los músculos maxilares buscaran romper con el protector para destrozar entre sí a molares e incisivos, hay un movimiento brusco de los brazos que hace obvio que ha perdido todo control de esa pesadilla.
La ausencia de Ana.
No puede hacer nada, ni siquiera entiende la complejidad de los algoritmos.
Información que se multiplica en si misma hasta saturar la memoria, reduciendo con ello la velocidad de proceso y los recursos disponibles, los hilos de neón están para bloquear las interfaces y dejar al usuario “colgado”, desconectado por fin de ambas realidades.
Los iconos se tuercen en el desorden inducido.
Hay un grito de dolor que termina por escupir el protector de la boca, una gota de sangre se descuelga desde el oído, la nariz tiene menos pudor y explota en una hemorragia violenta, el cuerpo se ve obligado a la gravedad.
Ana se lleva las manos al rostro.
No quiere ver como Key mete los dedos en la boca de Mita para evitar que se ahogue, como le arrebata los trodos, el electro que se pone plano y todos en el bar volteando para ver lo que sucede, sin darle mucha importancia porque es algo habitual.
No hay respiración, las convulsiones cesan y Key pone su oído en el gris de la playera con la esperanza de que sea falsa la información del electro, no es el caso, hay un golpe contra el pecho que sólo responde con el eco sordo de la caja torácica, hay otro, uno más, al fin tose Mita escupiendo saliva envuelta en sangre, las crótalos lo dejan sólo oír lo que sucede, sentir el murmullo de la gente en torno suyo, la música, el suspiro de Ana.
Luego todo se desvanece.
Pero eso no es importante de acuerdo al electro.
Ana y Key respiran más tranquilos y se deciden por sacarlo de ahí, llevarlo a su apartamento sin saber que no ha pasado la peor parte, que la historia será la misma cuando Mita despierte, cuando se sienta recostado en ese colchón que hace de cama, con el negro de los jeans y el edredón en contraste a las sábanas.
La piel de Ana en el sofá.
Mita estará obligado a retirar las sábanas con un gesto exagerado, seguro esperando que ella note que está despierto, pero no es el caso, Ana tiene la mirada perdida en un punto imposible del suelo, drogada, él teniendo que llevarse una mano al rostro para contener el vértigo, luego, juntar el valor que le hace falta para ir donde ella, acariciar su rostro, abrazarla, sin esperar que Ana corresponda.
Lo que sucedió esa noche, bien pudo no pasar nunca.

SILICIO ABIERTO
La luna andrajosa detrás de las nubes, nubes negras, como las botas de esa chica que se vende en la acera, su piel ictérica por el sodio de las luces, esqueletos de autos atajando su camino.
La ciudad es la misma que lo vio nacer, seguramente la misma en la que habrá de morir sin que a nadie le importe su existencia, las perlas de sangre brotan encendidas de la gabardina, tiene la mirada gris de la abstinencia.
Sus manos juegan con un reloj demasiado caro para ese veterano de mil guerras callejeras, el rostro tatuado en cicatrices, historias que llenan los barrios con grafitti, la luz deformada en el límite de los cuchillos, la clika necesaria antes de colarse al interior de un cine que se supone abandonado.
El aire harto de negocios, de necesidades, hay un sudor que brota único de todos los rostros, los poros cerrados en la suciedad de muchos días, el sexo barato de prostitutas que bañan su pecho en vino adulterado, una voz ronca llamando su atención, la luz marchita de una lámpara sobre una tabla que sirve de mesa.
— Morro ¿no?... que te trae por aquí.
El chico extiende sus manos, guantes de tela truncados antes de los dedos, uñas amoratadas, temblorosas, el brillo dorado del reloj.
La cuenca gris donde debieran verse sus ojos, el cabello largo, la tela de la gabardina delatando la escopeta que esconde en su brazo.
— Diez dólares—le extienden un billete que él rechaza entre chillidos, no habla, la negativa sólo en sus manos, sonidos guturales en su boca, señas, hambre, la mirada nerviosa entre las sombras—. Ya veo...
Un movimiento en la cabeza basta para que una mano gruesa exponga la dosis, un empaque azul, casi metálico, flexible, el chico lo toma con desconfianza, pone la parte más angosta en su cuello, presiona fuerte, pulgar e índice activando el mecanismo.
La aguja se encaja en la ahorta, luego se desvanece, cuando el contenido está todo en su sangre, la mirada permanece en blanco, el cuello extendiéndose a una mueca de placer.
El tipo en la mesa sonríe.
Delante suyo, la boca entreabierta deja caer un hilo transparente de saliva, el empaque metálico cuyas moléculas, pierden su cohesión víctimas del nanosistema.
El Morro abre los ojos en una sonrisa triste, adicta, luego se deja caer, una mano apoyada en la hilera de butacas que hoy nadie usa, se lleva una mano a la espalda, hay algo que lastima ahí, es un enorme disipador negro, el metal en ranuras equidistantes todas al silicio abierto del circuito, el procesador en el centro.
El chico que apenas puede levantarse, apoyándose en el brazo que esconde la escopeta, ofrece el hardware, el tipo delante suyo mueve la cabeza.
— Carajo morro, no sé cómo lo haces.
Le avienta otra dosis pero él no tiene reflejos para atraparla, el empaque azul lo golpea en el rostro, luego cae, hay una seña desde la mesa que basta para arrojarlo a la calle, el sonido de su cuerpo contra el asfalto, los dedos aferrados a esa otra dosis, la aguja latente a la presión de las yemas, el pinchazo en la vena, los ojos en blanco, un hilo de saliva ahogado en sangre.

EL TATUAJE
Mita despertó.
Y Ana estaba a unos centímetros de él y parecía dormir profundo, su pecho ahogado en el resorte de una playera que apenas se amoldaba en la perfección de sus senos, la mirada que Mita sabía escondida detrás de las ojeras, el tono pálido de la piel.
Se levantó tratando de no despertarla.
Y lo logró aunque igual lo hubiera conseguido sin tanto cuidado, Ana estaba lo bastante cansada para que el rojo de su cabello siguiera en la almohada y el de las uñas, aferrado al disco, no había lugar para él.
Así que fue hasta el refrigerador.
Lo abrió para ver que no había muchas opciones, dos envases de jugo con dosis ínfimas de nootropil, como todos los que estaban vacíos en cada rincón del apartamento, había cervezas, un cartón de leche que estaba ahí desde siempre y había también algunas cajas de comida lista para el microondas, la ración de morfina completa en el cajón de verduras, encima de los limones.
Tomó un jugo, y luego de abrirlo se sentó en el sofá, quiso creer que esperaría con paciencia hasta que Ana despertara, pero no era fácil.
Cada movimiento, su respiración tenue, la forma en la que enredaba su cuerpo en el blanco de las sábanas, poco podía hacer para soportarlo, se rascó el cuello, luego buscó en el sillón por el remoto para traducir sus botones en el fondo azul de la pantalla, la sintonía del televisor buscando uno entre los cientos de canales, no supo que otra cosa hacer.
Aún mtv no era suficiente para evitarla, notar que no era tan hermosa, que le gustaba sólo porque su belleza no venía de un cirujano o de un algoritmo, la suya era la belleza de alguien que creció siempre así, sólo el brazo marcado por cicatrices de una infancia mala que tradujo en pinchazos, morfina, amantes que dejaría dormir mientras se marchaba.
Mita sabía bien el resto de la historia.
Despertar cada mañana con esa necesidad de una ampolla, ver como se acumulan las jeringuillas en el cesto luego de vaciarse en la sangre, los recuerdos obligando a buscar otra dosis, como un algoritmo que termina ciclándose, no hay más, el cuerpo se descompone hasta ser una gelatina gris que se pudre en el sofá, que se rasca el cuello.
Luego no queda sino la opción de que el remoto hurgue en la sintonía, cometer un error en forma premeditada e inconsciente, el volumen exagerado por la potencia del amplificador, el espectro de frecuencias al máximo.
Ana obligada a despertar, acomodándose el cabello.
“ Hola” le dijo, y él no pudo sino apagar el sony, preguntar como había pasado la noche, ella respondió con la verdad, no se acordaba, entonces Mita tomó su mochila y le arrojó luego el frasco con los comprimidos de azúcar, una dosis de miel, la vio tragar un par de pastillas y morder el extremo del empaque para sorber su contenido, apenas podía creer que estuviera en su cama, su cuerpo minúsculo contra el negro inmenso del edredón, su cabello rojo.
— No creí que vivieras—. Fue sincera, nadie lo creyó.
— Ni yo.
Ella sonrió.
Y su sonrisa fue como ese liapunov en los monitores del Europa, caos y estética en uno solo, confundidos en un beso al que ellos no tenían ya derecho, ella acomodó un tirante del brasier bajo de su playera.
—¿ Y?
Mita sonrió, respiró profundo, no le quedó más remedio que decir la verdad, rascarse la mano derecha con la izquierda, el alambrado apagándose en la urbe.
— No lo sé.
Bostezó, y al ocultar su gesto en la muñeca, con las uñas todavía buscando la comezón de su diestra, entonces ya no pudo sino dejar desnudo el tatuaje.
Ana no lo sabía.
Se suponía que no debió saberlo, que no debía levantarse para ir al sofá en el que Mita escondía la muñeca en dedos que aún tenían comezón, pero ya no pudo evitarlo, ella estaba demasiado cerca, esbozando esa sonrisa que era suficiente para desarmarlo, tocando apenas sus dedos para violar el sello de aquella promesa de hacia tanto tiempo.
— Es buen trabajo.
É l apenas asintió, como si el hecho de aceptarlo doliera tanto como esa aguja que marcó la piel con el negro de su tinta, el rojo de una irritación que le serviría de pretexto para alejarse de la consola.
“ El camino de ida es el mismo que nos trae de vuelta.”
Ahora entendía a Martín, esa frase que lo despidió del Europa, cuando se decidió por el hambre de traficantes en vez de la dificultad de las redes, cuando comenzó esa costumbre de la resaca, la soledad; la realidad que le era ajena hasta que Ana la trajo de vuelta, sacó una muñequera de los jeans, escondió el tatuaje.
— Y yo creí que te irías.
— No... no había forma de que yo encajara en el mit.
Se levantó del sofá, Ana se quedó arrodillada en el suelo y con el púrpura de los ojos fijo en él, obligándolo a improvisar una explicación que no era del todo falsa.
— No es gran cosa... un día me levanté y ya no quise ir, luego se averió una consola en la galera y Esther me pagó por arreglarla, ya no hago otra cosa, paga bien.
Se sentó delante del escritorio y luego que abrió la portátil golpeó un par de teclas, restregó su rostro, la galería de vídeo juegos se había convertido en un refugio, había dinero y drogas ahí, Esther lo invitaba a su cama algunas veces.
—¿ Y el grado?
— Supongo que ya no fue tan importante.
El rostro de Ana cambió, sabía porque, ella misma era esa razón, se supone que se irían a vivir juntos en el extranjero, tener una casa rodante, quizás en la playa, la vida que querían no se parecía en nada a la que tenían hoy, rentando el mismo apartamento, la misma ciudad, la mierda de siempre.
Ana se levantó, adquirió esa pose de no saber lo que hacía.
Apenas quería acordarse, vivir de vuelta ese pasado en el que Mita no se picaba si no era con ella, cuando los dedos de él le recorrían la piel de caricias que inventaba sólo para entenderla.
—¿ Y de dónde tienes dinero?
El tono indiferente de la respuesta deja saber que no es importante, que lo mismo arregla juegos de vídeo que televisores, los circuitos integrados de una consola.
— Ya te dije, trabajo para Esther.
—¿ En la galera?
— Uh-hum
Ana sonrió, dejó el disco en la mano que Mita extendió como invocando una caricia, las miradas se encerraron en su cromo, ambos tenían miedo, cada cual a su modo y cada quien por sus razones, Mita puso el disco en la charola.
—¿ Qué hay ahí?
— No estoy seguro.
La mirada de Ana que exigía una explicación más clara, luego ya no.
— Es lo más denso que haya visto.
Ana entiende el significado de aquella frase, sabe que darle el disco fue como darle un revólver, uno sólo de los proyectiles en el cilindro, sudor frío que se desliza en las costillas mientras los mensajes de advertencia llenan el monitor, desapareciendo sin que nadie los lea.
—¿ Vas a entrar?
Tardó en responder, prefirió quedarse mirando ese reflejo de Ana en la pantalla.
— Voy a tratar... ya no puede matarme de nuevo.

MORFINA
Sabe su rol en el juego.
Conectar el electro a la consola y luego en el índice, humedecer los trodos de gel, ponerlos en su cráneo, las crótalos están húmedas así que basta colocar en su sitio, ocultar la luz a la pupila para que no haya sino la imagen generada desde la consola, la tecla de enter, el grito que virtual ya no puede escucharse.
El ciberespacio lo envuelve todo.
Y Ana sabe que los movimientos de Mita pueden cesar en cualquier momento, pero no sabe lo que vendrá entonces, cuando entre al disco, no puede ver el monitor pero si oír la señal del electro.
Mita no puede.
En su cerebro hay sólo la electricidad que induce sensaciones falsas, las neuronas bajo el yugo de electrones que son arrancados del silicio, Ana está nerviosa, goma de mascar sin azúcar en los labios, sudor frío empapando aquel pliegue de la piel en sus senos.
Mita está en fase.
El icono cambiando de piel como una langosta, la textura del metal haciéndose tenue hasta rayar en la transparencia, aparece entonces la superficie de espejos.
El programa advierte que no es diferente a la última vez, no hay puntos de retícula ni referencia alguna, es sólo espacio negro.
Las etiquetas comienzan la intermitencia que habrá de hartarlo, Mita está obligado a la coreografía de los espejos, un ruido de fondo que es como el canto de sirenas, lo arrastra la corriente a trayectorias que abandonan el plano, no puede evadirlos, la mirada de Ana arde en su memoria como un faro lejano e invisible, la colisión no puede evitarse, el golpe en su brazo, las serpientes de neón.
Un movimiento imposible de la mano en la que sostiene el electro, el cable se tuerce en el aire, Ana mordiéndose los labios en una mueca que pregunta quién es el culpable de lo que pasa hoy en el apartamento, el tatuaje de Mita en la muñeca, las paredes pintadas de ese color que tendría la sangre al oxidarse, el refresco de cola puesto a contraluz, lo inquieto del ecg en la consola.
Los espejos girando en torno a Mita, rodeando su holograma de ese brillo del cromo barato, neón flexible buscando enredar en la maraña sus extremidades, romper el equilibrio de la consola cuyo procesador hierve en el calor de millones de transistores encapsulados, una mueca de dolor en su rostro.
Las extremidades retorciéndose como el cabello de Ana, ella sabe el dolor inherente a esa mueca, pero apenas puede hacer más de lo que hace.
Morderse los labios, cerrar los ojos, cambiar aquel ángulo de su rostro para evitar los movimientos de un cuerpo adulterado de electricidad.
La sensación de nadar entre anguilas.
Tres mil voltios recorriendo el hemisferio izquierdo del cerebro, bien puede ser ese el precio que habrá de pagar, tres mil voltios, serpientes de neón complicando el negro del entorno, buscando las conexiones de la interfaz a los trodos para “colgar” al usuario, la pinza blanca sensando desde el índice las condiciones del electro, es difícil suponer que haya alguna oportunidad contra aquel infierno de serpientes que lo persiguen vanidosas del algoritmo que las genera.
El reflejo de Mita en la pantalla.
La cresta de sus latidos en el electro, una lista infinita de números que se despliegan sin orden aparente, la croma de la imagen arde desordenada, es igual a como sucedió en la noche, sólo que esta vez la mueca en su rostro esconde una sonrisa, no hay forma de que las serpientes lo alcancen.
Mita exprime los límites del silicio.
Gira el cuerpo para evitar ese oleaje encrespado de los iconos, ya no hace falta voltear para ver como se torna opaca esa luz, el virus cumpliendo su cometido, el icono marcado, el espejo que al fin flota vencido, Mita extiende el índice para pulsar en otro, su holograma evadiendo corales que multiplican aquella geometría fractal, abrupta, repetitiva.
Las ramas imitando el total de la imagen.
La estructura creciendo de un modo asombroso, un rito milenario de reproducción celular, los fragmentos juntándose hasta formar un todo cuyas partes son todas copias del coral anterior, haciendo del nuevo, uno mayor que está obligado a seguir el rito.
Es obvio que los recursos de memoria disminuyen, también la velocidad de proceso, vida artificial, el tamaño incrementándose en base a una serie geométrica, una rutina sencilla y eficiente, caos, en algún momento dejará de haber memoria para ejecutar el algoritmo, el sistema propone abortar, pero Mita sugiere un espacio más amplio.
Fue por eso que conectó el módem, entendido el comportamiento del programa era fácil anticiparse, también era fácil conectarse a direcciones en la internet donde se experimenta en vida artificial, direcciones en las que un algoritmo demasiado grande termina por devorarse a si mismo.
La imagen en pantalla es como el vórtice de agua en el excusado, se lleva el coral consigo, lo arranca de su reflejo en el icono que lo arraiga, cromo herido, marcado con el rojo de un grafitti electrónico.
La consola presumiendo su plástico negro, los caracteres fosforescentes de un teclado que brilla bajo el halo pálido del monitor, la interfaz negra de los trodos que Mita arranca de su cabello sin mucho cuidado, se quita las crótalos.
La sonrisa en su rostro es casi una carcajada.
—¡ Que jodida emoción!
Ana lo mira, fijo, temblando los labios y la respiración algo agitada, el corazón desbocado en una perla que no se atreve a recorrer ese rostro, se rompe en las pestañas, le da un brillo increíble a ese blanco enrojecido de sus ojos, mirada purpúrea que pregunta con timidez lo qué ha sucedido.
La expresión de Mita no es muy descriptiva, silencio, sus dedos jugando con el cable del electro mientras el tacto hierve de adrenalina, golpea el teclado, nervioso, su éxito afectado sólo por la respiración de Ana.
Ella está observándolo todo por encima de su hombro.
Ve como evolucionan las ideas, como mutan hasta convertirse en algoritmo, ahora no puede entenderlo pero sonríe igual a como hace Mita, aunque la risa de ambos es más bien una risa nerviosa.
É l pulsa esa tecla que ejecuta el algoritmo, la imagen dentro del disco llegando a sus ojos desde el monitor, la consola capaz de repetir lo que hizo él en forma automática, desvanece una cara del cubo, entra, activa un icono y luego pone esa marca de grafitti rojo, al fin el software comprende que debe adoptar una posición defensiva, el virus está en todas partes, persiguiendo iconos que ahora sólo quieren deshacerse de esa marca que deja el virus en su brillo.
Luchando por sobrevivir una vida que no tienen.
La consola hará por si misma el resto del trabajo, Mita lo sabe, uno de los iconos tendrá que ceder, aunque hay tantos que no es posible calcular un tiempo estimado.
La etiqueta desconocido se repite en el trazador.
—¿ Qué significa eso?
Ana señala el monitor sin entender su intermitencia.
— Significa que moriremos de aburrimiento.
Ella torció su cabeza, el nuevo ángulo coloreó su rostro con matices bastante distintos a ese que presumía sus ojeras y su preocupación en el Europa.
Mita se dejo vencer en el sofá, los resortes quejándose lo mismo que la gamuza, la mirada de Ana exige una explicación, una que él no daba a nadie sino a ella.
— El algoritmo pulsa iconos al azar, si aparece algo hostil lo evade y marca el icono, escribe al disco, sale y vuelve a entrar, repite la rutina hasta que nos hacemos viejos...
Estiró sus brazos, escuchó el crujir de su espina dorsal, luego siguió.
— Va a seguir haciéndolo hasta que encuentre algo distinto—se acomodó el cabello, improviso una coleta—. Puede tomarle una hora, un minuto, un día... son tantos que no es posible calcular cuanto tardará en hacerlo.
Ana se cruzó de brazos.
— Y mientras ¿qué hacemos?
— Esperar—luego completó su frase con desidia, sin morbo—. En eso se nos va la vida... en esperar.
Ella se sentó, en el suelo.
—¿ Crees que tarde?
Se encogió de hombros, la pregunta era algo que esperaba.
—¿ Tienes morfa?
Se limitó a torcer la boca, Ana mirándolo en esa expresión indefensa.
— En el refri... ¿quieres?
Ella da una respuesta igual a la expresión en su rostro.
— Da igual ¿no?.
La vio levantarse para buscar la nevera, su silueta volviéndose sombra al encenderse la luz, luego agachándose hasta el cajón de las verduras, no podía ser distinto, estaba ahí.
Y Mita trató de no pensar en ese triángulo que sabía detrás de la falda, el corte apenas a la mitad de sus muslos, en las piernas, nada, alguna vez Mita recuerda medias negras, hartas de agujeros que estaban ahí a propósito, diseñados por alguna firma importante de la moda; Ana era así, le gustaban cosas que la hiceran distinta.
— No hay aguja.
Mita se levantó, fue hasta el botiquín del baño.
La fluorescente recibiéndolo apenas cruza la puerta, fue siempre igual, el apartamento en penumbras sin importar que fuera de día, las persianas negando el cielo.
En el botiquin había algodón y penicilina, alcohol, una aguja de acero dispuesta a romper la garantía de inoxidable, sonrió, sabía que para Ana eso no era importante, y luego caminó hasta el sofá para ofrecer la aguja, ver un monitor en el que nada ha cambiado.
El cromo de los iconos que no puede hacer nada contra esa marca del virus, tampoco Mita puede evitar ese calor que se extiende desde el brazo.
Los dedos de Ana.
Presionando en la piel de un modo que no hace falta el cinturón como torniquete, Mita está obligado a cerrar los ojos, no ver como ella repite el procedimiento en si misma, sabe de memoria el sitio de la vena, la uña cortando la circulación y la sangre quejándose en un salto que la aguja ataja, justo en el lunar, artificial, tatuado para que ella reconociera aquel sitio donde la vena está protegida, la costumbre hizo lento el efecto, ninguno se dio cuenta cuando cambió ese mensaje desde la consola, hecho.

MAZDA
El horizonte desaparecido en una ciudad de edificios.
El sol luchando en vano por brillar, iluminar aquel barrio cuya propia podredumbre lo ha teñido del grafitti de distintas pandillas, hay patrullas iluminando el entorno, el ruido de un avión que pasa apenas encima de los edificios, el aeropuerto no está muy lejos, hay alguien saliendo de una ventana.
Luchando por no herirse las manos en esas astillas del cristal destrozado, las mochilas saliendo antes que él, cabello azul, corto, el rímel negro en los ojos de una chica que sale segunda, las mallas corriéndose en la ventana rota, se oyen la puerta y las advertencias, la cabeza de alguien que asoma a la libertad mientras la espalda se destroza en la detonación de un rifle automático.
La expresión en su rostro rota, al menos dos vértebras destrozadas por la expansiva, las piernas ya no responden, hay un último esfuerzo y luego, sólo abre los ojos para verla por última vez.
Y ella no sabe que más hacer sino tomar la mochila que era de él y la propia, los helicópteros acechan, las luces buscan en el asfalto como los ojos de un ave nocturna, y aunque llore, no quedan marcas en su rostro, rímel a prueba de agua, la sal de sus lágrimas ignorada por el maquillaje.
El hombro izquierdo carga un peso que apenas soporta, las halógenas del helicóptero atajando su paso, y ella que no sabe en que dirección huir.
Arroja las mochilas y no le importa que el plástico se queje contra el golpe, tiene un arma, una treinta y ocho cromada de carga manual, repartido el cilindro en tres huecos y tres proyectiles, una detonación, el helicóptero que altera su ángulo como una libélula que muere, recoge las mochilas y todavía hurga en el cadáver de su compañero.
Cicatrices de proyectiles también en el asfalto.
Las manos ágiles que le arrebatan al bolso un frasco de anfetas y la tarjeta que da acceso al departamento, el disco que tantos problemas trajo, su brillo dorado bajo el acoso de más luces.
La malla negra de sus piernas contra el límite elástico.
Autómatas ínfimos que al reparar la apertura son como un borrón de tinta que se expande en los muslos, como un pulpo que huye, el peso de las mochilas enrojece su hombro, la chamarra cuelga del vientre como un inútil cinturón de castidad, tiene a los perros en su espalda.
Y se sostiene sólo de adrenalina, una luz que ilumina su escote acomodándose a cada paso, la caja de pandora en sus dedos, pequeño disco de mierda, la punta de sus pies buscando un hueco en la malla de alambre, cae uno de sus zapatos y crea una corona de agua turbia que en vano se eleva al cielo.
Más allá de la malla hay una multitud que la hará transparente, demasiadas siluetas como la suya, rostros que portan gafas reflejando la marea de neones y autos caros, unas piernas que saben hacer de llave maestra.
La policía cerrará el distrito comercial pero las barricadas van a perderse en el retrovisor del Mazda, los asientos forrados en piel negra, natural, nacida en fábricas de Corea que las cultivan en colágeno, un anillo ajeno recorre su entrepierna, ella sólo arrebata las gafas para lucirlas en su rostro, el chico tiene el iris tatuado, pero eso no importa, no habrá nada en las noticias de lo que pasó, no será importante el Mazda ni el sexo, el quejido del hígado contra la resaca.

VAPOR
Los ojos hurgando en ese brillo de la pantalla.
Error, la consola se queja en un pitido y Mita se acomoda el cabello en contra de su letargo, luego voltea para ver la silueta de Ana en el sofá, el reloj le dice que es tarde pero los intersticios de la persiana le mienten que no es cierto, deja a un lado el jugo.
En la consola hay un icono que parpadea, el cursor moviéndose desde el teclado y el espejo que flota en el monitor para activarse con el golpe de tecla, alejándose en el interior de un túnel que surge de la nada, la sensación de viajar en un bólido que persigue al icono, la trayectoria iluminada a su paso, un parpadeo apenas perceptible.
Está en fase.
La banda sonora de lo que ocurre es la respiración de Ana detrás suyo, Mita voltea sólo un segundo para ver como se acerca, el hueco gris de unos párpados aletargados de morfina, se siente incapaz de cualquier cosa, prefiere la pantalla, el reflejo de esa realidad alterna en su pupila.
—¿ Qué es?
— No lo sé, apenas comienza.
—¿ Es el disco?
Mita asiente sin quitar los ojos de ese reflejo de Ana.
— Parecen azulejos.
Apenas entiende la analogía, para él, se trata sólo del resultado de otro algoritmo, se acomodó el cabello, la sangre hirviendo en ese momento que Ana escogió para recargarse en su hombro, especificaciones técnicas y resultados, tecnología húmeda.
—¿ Es importante?
—¿ Cómo saberlo?—Mita ve a Ana encogerse de hombros, es obvio que sigue esperando una respuesta—. Por el criptograma diría que sí, pero nadie va a darte nada sin saber lo que hace.
Ana torció un mechón de su cabello, atrapó la punta carmesí en sus labios.
—¿ Y qué hace?
— No lo sé, luce complicado... esos son de electrónica y esos... parecen genética... no lo sé.
Mita sintiendo que ella se aleja.
Obligado a voltear, ver como se derrumba Ana en el sofá y se echa luego a llorar, sabiendo que está como al principio, que no había servido de nada evadir la aduana en Londres y que México era un sitio hostil cuando se evita el crédito y el pasaporte.
La mirada de Mita ahogada en el suelo.
Un sorbo al jugo que tiene en los dedos, Ana extiende la mano y Mita sabe que debe convidarla, la humedad exagerando ese toque sensual de sus labios.
— Estoy quebrada...
Otro sorbo.
— No puedo usar mi crédito y no puedo usar mi pasaporte, no puedo hacer nada sin que alguien registre mi nombre en una computadora...
Se acomodó el cabello.
— Sólo hace falta un bit para joderme.
A Mita lo conmovió esa tristeza de Ana, no su historia sino sus manos que arrebatan el llanto de los ojos como haría una chiquilla, el labio inferior preso en los dientes, su cuerpo suave, la sensación enfermiza de que no hay nada que él pueda hacer para ayudarle.
— Puedes quedarte aquí... si quieres... si no... puedo conseguirte algo.
Ana se tornó seria, una última lágrima saltó desde su rostro para perderse en el suelo, dudó, no estaba acostumbrada a recibir sin que le pidieran nada, pero Mita no vaciló, extendió el brazo para que Ana le diera el jugo.
— Tal vez pueda conseguir un cliente—se acomodó el cabello, suspiró—. El agente de Key parecía interesado.
Ana mirándolo fijo, Mita que no pierde un detalle de ese iris cuyo color reduce la pupila mientras ella lo esconde en los párpados.
— Conozco gente en Costa Rica—la sonrisa torcida en un gesto que le salía natural—. Tengo un buen agente...
—¿ Sin crédito y sin pasaporte?
É l asintió, cerró la portátil en el escritorio, se bebió el resto del jugo, exhaló.
— Queda el mío, no hay nada que te relacione.
Ella asintió.
Y Mita sabía que se quedaba porque no tenía alternativas, sabía también que del pasado no tendrían sino la morfina, el ocaso rayado por una persiana que Ana entreabría con los dedos, el silencio roto por su voz, un tono que deja en claro que son sólo negocios.
— Cincuenta y cincuenta... incluye hospedaje.
Ni siquiera volteó cuando lo dijo, pero Mita aceptó, la vio abrir la ventana y asomar la mitad de su cuerpo a ese aroma insano de la urbe, el horizonte llenándose en puntos dorados, las luces en vuelo de los aviones.
— La vista es tan hermosa—la voz se desvanece hasta ser un murmullo—. Apenas recuerdo—Mita deja caer el empaque del jugo, la voz de Ana es débil como el viento en su espalda—, porque me fui.
Y él quiso abrazarla, decirle que de alguna forma la comprendía, pero no era cierto, jamás había entendido esa mancha de carmín en el espejo del baño, ese “olvídame” cuya caligrafía perfecta repasó hasta desvanecerla en sus dedos, durante tres años extrañó a esa chica que hoy tenía delante.
Alguien a quien él conoció como artista y que hoy traficaba con software.
— Voy a ducharme.
No se le ocurrió que más decir.
Y Ana sonrió porque sabía que la puerta abierta no era una invitación sino una costumbre.
— Ducha.
La orden traducida al ruido de agua que choca en el suelo, el moho que enmarca los azulejos de las paredes, una columna de vapor que se tuerce en un cordón blanco que desaparece en el sistema de absorción, el calor aprovechado en el clima de los muros.
—¿ Vas a tardar?...
La cadera de Ana oscilando al ritmo de una melodía que vomita el disco compacto, la bandeja del sony integrada al televisor, el remoto controla también el teléfono y la sincronía en todos los relojes del apartamento, los servicios de red.
— Huelo a una semana de trabajos forzados.
Risa seca, como el llanto que Mita llora en silencio, el agua que hierve, sus manos apoyando el peso del cuerpo en las llaves, la boca abierta como la blusa de Ana que comienza a desnudarse, la curva del pecho, la marca de un brasier que flota hasta caer en el sofá, un sólo broche de velcro y la falda en el suelo, la ropa interior, dos zapatos negros como la pupila que se contrae en la fluorescente del baño.
Mita eclipsando la puerta, su cuerpo desnudo, la ropa hecha un nudo que esconde la entrepierna, el cabello ennegrecido por la humedad, escurriendo gotas que habrán de perderse en el blanco de su trasero.
Ana cierra la puerta.
Se escucha el ruido de la ducha recorriendo su cuerpo, la morfina expulsada por los poros de su piel, el cabello que se pega al cuello, el vapor, Mita llevándose una mano al rostro y arrojando luego la ropa sin dirección alguna.
Sentado en el piso, los labios temblando y los altavoces que no dejan de gritar una melodía que él no siente apropiada, no para esa hipoventilación que acompaña el recorrido de sus manos hasta el cuello, la frente que recarga en sus piernas, abrazándose a si mismo, mordiendo el tatuaje mientras se pone de pie.
La ropa está en cajas de cartón apoyadas unas contra otras en una de las aristas del apartamento, saca una playera, unos jeans, luego se acomoda en el sofá para vestirse, su piel siente el encaje negro de la lencería abandonada, luego los ojos reparan en la blusa que está en el suelo, el silencio del disco compacto.
La mirada encerrada en el vacío del televisor.
Con caracteres que desaparecen en la explicación de Ana, su cuerpo enredado en la toalla, la que él no usó.
— Sólo programé una melodía... estás sentado en mi ropa.
Mita sonríe y se levanta, sabe que el cabello es rojo y los ojos púrpura, la piel blanca, es sólo que a contra luz todo luce negro, ninguno puede prever que esa visión es una revelación de su futuro, la fluorescente obediente a la voz de Ana.
Obscuridad.

COLORES FALSOS
Dos siluetas vistiéndose cada cual por su lado.
Personas juntas que no lo han estado en años, hace tiempo fueron amantes, hoy, apenas se conocen, los ojos de él están obligados a esa silueta que arrastra la ropa interior por la piel de unas piernas que de haberla, reflejarían sin distorsión la luz blanca.
Hay un trozo de tela que se enreda en la cintura para cerrar el único broche que la define por falda, las manos palpando por el brasier entre el negro del sofá, la textura de la gamuza, el pecho presumiendo la perfección mate de su piel.
— Luz.
La voz de Mita traducida por el parpadeo previo al brillo de la fluorescente en el techo, los ojos de ambos quejándose contra un destello que rompe la escena igual y como se rompió el corazón de él cuando Ana lloró delante suyo.
— Gracias, creo.
Y luego el rostro acomodado a su expresión deslumbrada, el pecho aplastado contra el brasier, negro al máximo contraste.
Ana metiéndose a esa blusa que se atora justo encima del vientre, sacudiendo la cabeza antes de acomodar el cabello que le llega al cuello, rojo, Mita sólo tiene puestos los jeans, sin playera, sin zapatos.
La luz es demasiada para ambos.
— Ahora sé porque la prefieres apagada.
Se tapa el rostro en un gesto que desaprueba la luz, sigue la orden y la obscuridad a la que están acostumbrados, el apartamento negro en un instante, se acomodan las pupilas, se dejan ambos caer en el sofá.
Ana estira el brazo armado con el remoto.
La pantalla del sony muestra letras blancas, fondo azul, el cursor brincando hasta señalar el disco compacto, la opción “mostrar vídeo” y el cuadro saturado en color, varias sombras decorando las paredes del apartamento.
Ella está recargada en un costado, en el otro, está Mita, la pierna izquierda recogida en la gamuza, el pie luce un blanco exagerado, luego los jeans, el suspiro de Ana.
La imagen de la pantalla que apenas sabe reflejarse en el púrpura de sus ojos, el rostro encendido en colores falsos, Mita que no puede evitar la sonrisa, la escena que es la misma en el algoritmo.
—¿ Qué?
La negación no hace nada por esconder su sonrisa, pero la mirada de Ana lo acosa de un modo tal, que él no puede sino evitarla, sacudir la cabeza esperando intimidar con ello a sus propios pensamientos, ella extiende el torso por encima de la pierna doblada de él, la mano izquierda aferrada al remoto y apoyada en el sofá, justo en la entrepierna de Mita, la otra obliga el ángulo del rostro a verla.
Mita alejándose de esa mano de Ana en su barbilla.
Arrebatando el remoto a la vez que baja la pierna y apoya en sus muslos los codos, sabe que botón sustituye la música con la modalidad “vídeo juego”.
El entorno negro.
Luego el brillo de una fotografía que el sony traza monocromática, lenta, como si le costara procesar esa resolución de la foto, Ana reconoce su rostro, más joven, más bello, tal vez idealizado en ese rojo que da matices imposibles a su piel.
Mita pulsa en el remoto.
La imagen girando en si misma, tres dimensiones de un holograma que hizo él a partir de la fotografía, el software, las sombras convertidas a un mapa de profundidad desde el cual podía generar esa imagen que ardía tridimensional en el sony.
Ana levantándose, caminando hasta esa copia digital de su cuerpo, el pecho apenas exagerado, la cintura convergiendo en ese punto único de su ombligo, de nuevo el remoto, los colores cambiando en forma abrupta y luego recorriéndose de un modo suave.
Una danza irreal, seductora, Mita que apenas podía creerlo, otro botón, la voz de Ana en los altavoces, sin que ella misma supiera si era ella, no lo era.
La voz sintética a partir de un algoritmo.
El mismo que usan los cajeros bancarios, sólo más detalles, más tiempo depurando errores hasta lograr que un oído bien educado no pudiera distinguirla.
Los dedos de Ana contra su silueta.
Mita que sólo puede torcer los labios, levantarse, mirar esa caricia de Ana recorriendo su pecho, los labios temblando, la escena es lo bastante para desquiciarlo, caminar hasta el escritorio buscando el refugio de anfetas, están en el cajón, junto a los discos, junto a los cables.
La mirada de Ana fija en la pantalla.
El efecto brutal de las orquídeas detonando en su libido, no se le ocurrió nada mejor, tomó los trodos, el estuche de las crótalos a un lado, Ana volteó al instante de esa caricia en su espalda.
La negación lista en los labios hasta notar que el roce llega diferido por el estuche de las crótalos, sólo una sonrisa, el instante exacto en el que su clon hace un gemido breve.
Mita la ayudó a conectarse.
Colocó los trodos y el sensor del electro, la vio ponerse las crótalos y quedar ciega en el instante que él ponía el remoto en sus manos, la dejó por su cuenta entonces.
Fue a la pared, luego no pudo sino recorrer el rojo de la pintura hasta quedar en el suelo, las orquídeas malbaratando su sangre, el cuello torcido en un suspiro que no entiende.
Una nueva silueta en el sony.
La misma Ana duplicada en la escena, aprisionando a su reflejo en un abrazo que no se prolongó demasiado, siguió el juego de la saliva, de los besos, las caricias que recorrían un pecho hinchado en sangre.
Mita se restregó el insomnio.
Se sintió culpable de recordar veces en las que conectó al Europa con el fin único de dar una sensualidad falsa a ese clon de Ana, los movimientos capturados desde alguna de las bailarinas, el mismo programa, la misma tecnología.
Aunque de algún modo, era diferente.
Hoy que lo veía sabía que sólo ella podía llevar su cuerpo a tal extremo, imponerse a si misma con esa fuerza que también la sometía, Mita no pudo con la fantasía, el orgasmo estalló seco en su cabeza, el de Ana fue un gemido en el suelo.
Luego el juego termina, no salen letras ni la música se hace más fuerte, es sólo la imagen que se desvanece, Ana que se quita las lentes y los trodos, lo lóbrego de su entorno la hace extrañar esa electrónica de los colores.
Mita se finge dormido, la cabeza recargada en la pared y el resto del cuerpo en el suelo, la posición de un feto, Ana que se acerca sin saber como ha hecho para ser el mismo, sólo la muñequera escondiendo el tatuaje, el cabello más largo, el frasco de orquídeas en el escritorio, caduco.
La sonrisa que sabe es el mismo, el que ella le dio cuando él estaba en la universidad y ella era su amante.
Se suponía que servían para hacer más gratos los momentos, luego supieron que no era cierto, que se trataba sólo de potenciadores que multiplican cualquier sensación y cualquier sentimiento, sin hacer distinción entre grato y amargo, vacío.
Queda sólo la sonrisa que lleva Ana en el rostro, sus pasos acercándola al colchón, la chamara entre las sábanas, plástico negro que hace juego con la falda, luego regresa a donde Mita, extiende la prenda sobre su pecho y se rasca la ceja mientras va camino al sofá, se acuesta sabiendo que él está soñando con ella.

CLONES
Las calles de Copenhague son húmedas como en Londres.
Pero el viajero jamás las confunde porque en Inglaterra todo huele a smog y miseria y en Copenhague no, ahí puede olerse sólo el aroma fresco de flores exprimidas en el perfume caro de una prostituta más cara todavía, el mar agitado por encima del suelo y el amanecer soleado quebrándose en un arco de luz áurea que ilumina las nubes.
Era una lástima que la ilusión fuera destrozada por el timbre del teléfono, el ronroneo de esa rubia que se queja mientras enreda sus piernas en el satín bermellón de las sábanas, la mirada fosforescente aún detrás de los párpados, el japonés ininteligible.
— Señor Takashi, su avión está listo.
— Bien, llegaré al aeropuerto en media hora.
— Estaremos esperando señor.
El rostro se transformó en estática que obligó al teléfono a desvanecer la imagen a un azul ficticio, Takashi lo dobló, lo puso en la bolsa del saco y no le importó olvidar la corbata que era de seda, lo que no olvidó fue besar el trasero de esa chica que seguía restregándose contra las sábanas.
Sonrió, presionó luego el seguro de las mancuernillas y salió de aquel chalet de playa, dos de sus hombres lo escoltaron hasta la limosina.
El aparato de seguridad exagerado por el último atentado, ya adentro, la voz de Takashi retomó ese tono grave que tenía en el teléfono.
— Aeropuerto.
El auto respondiendo mientras comienza la secuencia de arranque.
— Ochenta y cuatro kilómetros, tiempo estimado en doce minutos.
Luego la voz del auto mientras hacen el recorrido, Takashi hartándose y ordenando silencio, ahogando la rutina en el envase de evian, aislado de la cabina en la que viajan los guarda espaldas y en la que están también los controles de un auto que se conduce solo.
El paisaje que lo aburrió demasiado pronto.
— Estatus
— Se viaja a una velocidad media de noventa millas que es la máxima permitida en los caminos de la comunidad europea, considerando las condiciones actuales de clima y tráfico, se puede suponer que la distancia al aeropuerto será librada en un máximo de siete minutos.
Takashi tratando de ahogar su resaca, la limosina siguiendo con su monólogo mientras el cielo danés se pinta de ese gris que es común a todos lados, por fin el aeropuerto.
La malla de alambre que se replegó de inmediato.
Militares uniformados con la boina azul de la comunidad europea en todo lo largo de esa distancia que libró la limosina hasta el hangar, el avión esperando con los motores de propulsión encendidos, seguridad privada en todos los ángulos, todos clones, estado del arte en tecnología húmeda, dos de ellos lo escoltan hasta el avión, lo dejan solo para que pueda disfrutar ese aroma de la piel natural en los asientos, lo hizo, cerró los ojos y dejó que el recuerdo de lo que había sucedido se alejara con el zumbido del avión que despegaba, sin que hubiera nadie a su lado.

RESACA DE ORQUÍDEAS
La mañana destrozándose en las persianas.
Mita descalzo ante la nevera, sus ojos hinchados en el insomnio, la noche más larga que de costumbre, recuerda que se fingió dormido pero no entiende como el engaño surtió efecto en si mismo, como hizo Ana para hipnotizarlo en esa respiración cada vez más pausada, el brazo izquierdo descolgado contra el suelo, el pecho oprimido por el peso del cuerpo, las piernas forzadas al tamaño del sofá.
Una cerveza, la puerta del refrigerador que azotó sin que le importaran las figuras imantadas que cayeron sin remedio, caminó hasta el colchón, hule espuma olvidado en el suelo, el edredón negro, el blanco de las sábanas revuelto aún en el aroma de Ana, el cartón de las cajas apilado en una esquina, la soledad; trató de no ver esas piernas que brillaban debajo de la falda, la playera pegada a su piel cual látex.
Ana que despierta de un sueño eléctrico.
—¿ Estás bien?
Ella asintió sin mucho entusiasmo, extendió el brazo para que Mita le alcanzara esa cerveza.
Apenas le importó la mirada de él, su pecho desnudo acercándose demasiado luego de poner el envase en su mano, Ana cerró los ojos, sus labios no estaban muy lejos del cuerpo de Mita, lo besó.
Y luego puso entre los dos el envase frío de la cerveza.
Mita se sentó a su lado, agachándose para alcanzar una playera que estaba ahí desde la noche anterior, cuando se suponía que él habría de vestirse, Ana le dio un sorbo al envase, luego ofreció la cerveza de vuelta.
—¿ Qué somos?
Ana permanece en silencio.
Se levanta sin darle importancia a los pliegues de la falda, Mita la ve caminar hasta la mesa, hacer a un lado las cosas que hay ahí, en su mayoría discos sin etiquetas, se sienta en la única silla, la otra luce debajo de una hilera imposible de jeans, el código de barras aún engrapado de la lavandería.
Ana tuerce el cuello, su expresión es la de una diosa en la que se venera la melancolía, Mita se levanta del sillón, camina hasta ella pero se detiene antes de estar muy cerca, tiene esa expresión rara en la mirada, como el miedo que la gente apenas nota en el encantador de serpientes, suspira, espera a que Ana se aburra de ver ese andar de las hormigas en el suelo.
— Socios.
Ella no le da importancia alguna a su respuesta, cruza las piernas, no parecen distintas al blanco que deja la cerveza en la espuma, Mita restregó sus párpados, dejó el envase en las manos de Ana y caminó luego hasta el montón de ropa que la gravedad llamó al suelo.
Arrastró la silla hasta donde Ana, insistió.
—¿ Y aparte de eso?
Ana le ofreció lo que quedaba de la cerveza, se limpió los labios con el antebrazo, Mita la veía fijo, no había mucho que ella pudiera decir.
— Nada.
É l se llevó el envase a los labios, apenas se acordaba de ese sabor de la cerveza en el último sorbo.
— Ya veo—los ojos huyendo hasta la ventana—. Entonces da igual que te acuestes en mi cama, sola, si así lo prefieres. Se acomodó las vértebras en un movimiento típico de su cuello—. Yo me quedo en el sofá.
Ana no le dio importancia al comentario intermedio, sus dedos revolviendo el polvo en la mesa, Mita mirando el amanecer rayado por la persiana.
—¿ De verdad prefieres el sofá?
Los labios de Ana entretenidos en su meñique, como si no hiciera falta que los moviera para hacer una pregunta que no pudo venir de ningún otro lado, sólo la imaginación de Mita, su razón mermada.
— Y ¿qué más da?, tengo insomnio de todas formas.
Ana asintió, se levantó moviendo su cadera al ritmo de una canción que nadie más escuchaba, sólo él, él que miraba a las paredes, el amanecer bajo una textura extraña del rojo, como el cabello de Ana, como su sombra.
— Y ¿qué vas a hacer?
Ana se refería al disco, pero Mita no lo entendió hasta que ella señaló a la consola con un movimiento del rostro, sus ojos encendidos por la mañana.
— Ah—Mita no lucía muy entusiasmado—. Buscar a mi agente supongo, ver cuánto ofrece el de Key.
Ana se recargó en la pared, se mordió un dedo como si ese fuera un paso indispensable para formular la idea, el brazo izquierdo enredando su pecho, las rodillas apenas dobladas en un ángulo que no puede medirse.
—¿ Quieres que vaya contigo?
Mita estuvo a punto de mentir que daba lo mismo, pero no pudo, sabía que apenas podía cuidar de él, que la sola idea de cuidar de ella era un absurdo.
— No voy a ningún lado pequeña...
Sus dedos jugaron con el equilibrio del envase vacío. La voz de Ana vaciló.
—¿ Y entonces?
Mita sonrió, Ana le pareció indefensa con la uña del meñique entre los dientes, el cabello suelto en el rostro, esa mueca de incredulidad, la sonrisa de él que no era sino el gesto del adicto, los ojos hinchados por la resaca, la levedad de un movimiento que nadie más percibe.
— Se trata de jugar con el teléfono, y...
Mita inclinó la silla sobre dos patas, por un instante, la perspectiva amenazó con cambiar, pero contuvo el equilibrio sin dejar de enfrentar esa mirada de Ana.
— Dejar de portarme como un estúpido contigo.
Ana suspiró, la cerveza había disparado a Mita aún más que la morfina, lo miró fijo, por un instante se sintió molesta con él, luego, ya no pudo sino reírse.
—¡ Carajo!—Mita dobló su espalda contra el respaldo de la silla—. Se me había olvidado lo cabrona que es la resaca de orquídeas.
Una risa brotó natural desde Ana.
Su pelo rojo, la cadera oscilando un contoneo que aún imperceptible es un maremoto en la cabeza de Mita.
La caducidad de las orquídeas es así, los efectos aparecen en instantes aleatorios que amplifican nimiedades, el negro de la falda, la textura de las paredes, el sabor de una cerveza que detona la perfección en la silueta de Ana.

CIELO ROJO
El amanecer luce marchito más allá de la ventana.
Pero aparte de eso, la mañana no es distinta a las otras, seguro que hay gente en las oficinas y niños en las escuelas, autos aparcados a la orilla de aceras en las que hay también limosneros y traficantes, prostitutas.
Ana está convencida, la vista del apartamento luce mejor luego del ocaso, es por es


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Revista de Educación y Divulgación de la Ciencia, Tecnología y la Innovación

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Ciencia Ficción. José Luis Ramírez.

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Científicos. Gabriel Merino + .

Cómo encontré a la científica dentro de mí .

Científicos. Mónica Cerro López + Departamento de Química y Biología de la Universidad de las Américas-Puebla.

Año 9. no. 36 septiembre-octubre 2004 .

Divulgadores. Gabriel Yensen Bazan W.

Periodismo científico: géneros y fuentes .

Divulgadores. Mtra. Marisa E. Avogadro .

El extraño caso del panque con pasas o los corpúsculos fantasmas .

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El premio Nobel de Química 2003 .

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La importancia de medir .

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El taller de ciencia para jóvenes .

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Educadores. Eduardo Mendoza + Titular en el Departamento de Astrofísica del INAOE .

¿Qué son las ondas internas marinas? .

Investigación. María Elena González Ruelas ; María del Carmen Navarro-Rodríguez ; Luis Fernando González Guevara + Centro Universitario de la Costa, Campus Vallarta, Departamento de Ciencias, Universidad de Guadalajara; Ramiro Flores Vargas + Centro Universitario de la Costa Sur, Departamento de Estudios para el Desarrollo, Sustentable de Zonas Costeras, Universidad de Guadalajara;.

El sueño de un nerd: olimpiadas del conocimiento .

Testimonio. Marco Antonio Vargas + Colegio de Bachilleres U-20 Puebla, Puebla.

El lado obscuro de la ciencia para jovenes .

Testimonio. Jessica Arroyo Castro + Colegio de Bachilleres U-20 Puebla, Puebla; Gabriela Arroyo Castro + Colegio de Bachilleres U-2 Puebla, Puebla.

¿Por qué la Química? .

Testimonio. Miguel Angel Méndez-Rojas + Centro de Investigaciones Químicas, UAEH.

Recibimiento del Premio Nobel de Medicina en Nottingham .

Testimonio. Silvia Hidalgo-Tobón + University of Nottingham .