"comprehendere scire est"

Divisor

Consejo Nacional para el Entendimiento Público de la Ciencia.

Ángel Custodio


José L. Ramírez

—Buenas, Doña Clarita —así saluda el muy desgraciado, la señora lo mira de arriba abajo con sus jeans arrugados y la camisa de imitación Versace, chamarra y botas de piel negra, gafas RayBan.
—Buenas —contesta, sepan de una vez que esa ahí es mi madre y siempre ha sido educada hasta la médula—. ¿Qué les sirvo?
La jefa pone, cada fin de semana, un puesto de mole. De eso vivimos. Tortas, pambazos y cocoles de a diez varos. También se los hace, si no se anima a comer chile, de frijoles refritos. Si quiere una pieza de pollo en el plato es un veinte y los refrescos de a cinco. Las gemelas, la Caro y Conchita, ayudan en el negocio. También yo.
—No, pues ojalá y fuera para eso —cada judas voltea y mira al otro—. Nomás venimos a preguntar por su hijo, el Jorgito. ¿Será que lo ha visto?
La jefa echa una cucharada de mole sobre una pierna con muslo, el plato es tan amarillo que se me hace brilla en la oscuridad. Se lo da a las gemelas y hace una seña para que ellas, las dos, se lo lleven a Don Lucino; el pobre vive apenas de vender lotería y con todo, nunca ha pedido fiado. Y está grandote y fuerte, pese a sus sesenta años.
—Pues fíjese que no, no lo he visto —yo me cago de la risa, en el batman hay una escena en que el guasón, sin más, se saca dos pistolas de la nada y con los brazos cruzados le dispara a sus compinches que están uno a cada lado; en el siguiente cuadro, los maleantes reprochan al unísono: “Pero jefe...” “Chist,” responde el villano “si no mato de vez en cuando, se olvidan de quién soy.” Mamá se limpia el excedente de grasa en el mandil y me mira con esos ojos que uno prefiere de veras que le suelte una cachetada.
—¿Serio, doña Clarita? —yo nada más los oigo y me hierve la sangre con la insinuación; si algo no hace mamá es mentir, pedazo de bruto. Dejo el batman sin cerrarlo y los veo a los RayBan con esos ojos que dicen heredé de la madre, ni caso me hacen—. Usted ya sabe que es mejor entregarlo, mi doña. ¡Y ustedes, lo mismo! —grita a nadie en particular.
Los clientes dejan la cuchara en el aire sin atreverse a comer, no sea y les vaya a hacer daño con el coraje. Todos conocen a mi hermano Jorge desde que era un escuincle, saben que lo busca la judicial por órdenes del gobierno y también los cargos en su contra. Hay chingo de lana, además, una recompensa.
—Ya le dije que no —y uno por tarugo que sea reconoce el tonito—. Y si no va a llevar nada entonces por favor váyase, que me asusta a los clientes.
Pinche jefa, hablándoles por favor a ese par de cabrones...
En la viñeta del batman, el guasón apunta con los brazos extendidos a dos rehenes al mismo tiempo; sus ojos dicen, bien explícitos, que batman no puede salvarlos a ambos. Tiene que elegir: Ricardo Tapia o Bárbara Gordon. Ándale pues.
El judas que ha estado hablando se lleva dos dedos a la frente y baja la vista.
—Vámonos, Gordo —el Gordo es su pareja.
A ese, la boca se le hace agua viéndome las tetas.
—¿¡Qué!? —le grito, y el cabrón se sonríe, se va atrás del otro.
—Clara —me reprende mamá, así, sin levantar la voz siquiera—. Anda por unos platos.
—Voy, Ma.


* * *


Mi padre, Ernesto Ramos, nos enseñó a disparar cuando yo tenía nueve años.
Era una excursión a la Malinche, bien que me acuerdo.
Mi hermano Ernesto, el mayor, le pegó a dos botellas con tres tiros. Carlos, el segundo, le dio sólo a una y Jorge, el más chico, le atinó a todas. Yo entonces tenía nueve años.
—Ernesto —lo reprendió mamá, que estaba encinta de las gemelas.
—¿Qué? —preguntó papá, y me ayudó a acomodar la escopeta—. Acuérdate que esto da el culatazo —se puso atrás por si me ganaba el impulso—. ¿Lista?
—¡Lista papá!
El primer disparo se perdió muy alto en los árboles, me dejó un moretón.
—Ay, Ernesto —la voz de mamá. Con todo, papá me dejó hacer otros dos tiros.
El resto del viaje estuve muy enojada porque no le atiné a nada.
Papá murió a los tres años de hacer ese viaje.
Bien que me acuerdo, son ya casi seis años de eso.


* * *


A Jorge lo busca el gobierno por los cargos de conspiración para cometer asesinato, posesión de armas de uso exclusivo del ejército y delitos contra la salud; o sea, drogas. Dicen que cualquier información que ayude a capturarlo tendrá una recompensa, que es un criminal armado y debe considerarse como muy peligroso. Nada de eso es cierto.
La evidencia hallada en su contra la sembraron güeyes de la Secretaría de Gobernación. No podían caerle de otra forma. Ni modo que lo acusaran por lo que de veras hacía, que era legal.
Mi hermano está, desde su fundación, con la Unión de Barrios; ellos luchan contra el gobierno que está necio en desentubar el río y hacer una zona turística de primer nivel en los márgenes, el mentado paseo de San Francisco. Ellos, el gobierno, dicen que construyendo un centro de convenciones y hoteles alrededor aumentarán las divisas. Lo que no dicen es cómo.
Eso es lo que hace mi hermano.
Su trabajo es juntar firmas en contra de la expropiación.
Para hacerlo, les explica porque el gobierno ofrece reubicarlos a las afueras de la ciudad, en casas de interés social, comprando sus pequeñísimas propiedades a precios ridículos para venderlos luego a grandes grupos inmobiliarios quienes a fuerza de maquinaria pesada harán derrumbar casas, negocios y talleres de la zona para construir en su lugar centros comerciales, hoteles, restaurantes y bares.


* * *


—Si no estoy en contra de que vendan, Ma. Pero si venden, que les paguen lo justo —eso decía mi hermano cuando mamá le reprochaba por estar en esos asuntos.
Y entonces yo oía a Carlos, que estaba por recibirse de Economía.
—Tiene razón, Ma. El gobierno estafó a la gente de El Alto. Les vendió casas en Villa Frontera que según tenían todos los servicios y eran más seguras. ¿Para qué? Para que vendieran. Y si no vendían los expropiaban como hicieron con el jardín éste del monasterio, el de los franciscanos, ¿cómo le pusieron?
—Pescaditos —la voz de Jorge, que estaba bien enterado. Él, en vez de estudiar la universidad como los otros, se dedicó a periodista. Ernesto, desde hace dos años, se fue becado al extranjero. A estudiar maestría y doctorado en ciencias químicas.
—Ese, Pescaditos. Todas las fábricas de la zona, te acuerdas, La Mascota, La Pastora y La Esperanza, llevaban años en huelga y ahora de repente se venden por una cosa de nada, esa nada se reparte entre los trabajadores, y luego qué, están construyendo el centro de convenciones aquí a dos calles y a quienes no vendieron, los están expropiando. ¿Sabe cuánto valen esos terrenos ahorita, Ma? ¿Sabe cuánto van a valer cuando terminen su mentada obra? Y la gente que se fue, todavía les está pagando. Una estafa, eso es lo que es.
—Lo peor es que no se van a quedar en el Alto —de nuevo Jorge, reflexivo—. Ya empezaron con Los Sapos y Analco.
—Y se van a seguir aquí con La Luz —esta vez hablo yo, parece tan obvio.
—¡Shh! —las gemelas. Todos en el comedor haciendo los deberes.
Mamá desde la cocina.
—Ya. Chitón, y todos a su tarea.


* * *


La patrulla se estaciona afuera de la vecindad y creo todos saben a qué ha venido. Don Lucino, que vive en el dos y es el más cercano a la puerta les está echando agua a sus flores, lo hace con una regadera de lata tan vieja que no me sorprendería si la heredó de su abuelo. Doña Ernestina, en el tres, apresura su paso fuera de la vecindad, porque es su hora de ir por los niños a la vespertina y prefiere no estar ahí cuando los judiciales lleguen al último número, que es el nuestro.
Vivimos en el cinco, el uno está vacío.
En el cuatro, vive una chava, Bárbara, que va al cuarto nada más a dormir porque en las mañanas estudia y por la tarde trabaja, es enfermera en el seguro. Antes de ella, había ahí un rockero buena onda; él, según hacía canciones y tocaba la lira, pero como aquí nada más no se fue a probar suerte a la ciudad, que es así como le dicen los chilangos al distrito. Lo sé porque Carlos está allá, estudiando su postgrado en el Colegio de México.
Cuando los judiciales tocan, con tres golpecitos breves, las únicas en la casa somos las gemelas, mamá y yo. La Carola se levanta del comedor para abrir, porque está ahí dibujando junto a Conchita, y mamá que viene de la cocina con su mandil y la cofia le dice que no, que va ella.
La jefa antes de preguntar se asoma en el ojo de pescado y por entera que parezca yo sé que algo va mal cuando me hace una seña. Nada más dos sacudidas de la mano que tiene en su espalda. Visto así, parece que quiera imitar la cola de un pescado, que estuviéramos jugando a adivinar por señas el título de la película.
—Caro, Conchita, vengan —las llamo y me las llevo a la recámara, las escondo en el ropero—. Chitón —les digo, tocándome los labios con el índice y cerrando con llave. No es un juego.
Mamá abre la puerta lo menos y se queda en el umbral, cerrándoles el paso. Yo voy con ella y oigo a uno de los judiciales preguntarle si está sola y ella que no, que está conmigo, según estoy hablando por teléfono con mi hermano Carlos. Otra vez la mano en su espalda. Entiendo la seña. Si no quiero que pase por mentirosa debo agarrar el teléfono y hablarle a Carlos, rapídito. Pinche celular, ¿dónde lo dejamos?
Afuera, los judiciales hablan como si no importara que estuviésemos ahí.
—¿Quién es Clarita? —la voz de uno.
—La marimacha —la voz de otro.
—¿Y las gemelas? —de nuevo el uno.
Ahí, en el sofá, está el pinche teléfono.
—Están afuera, jugando —la voz de la jefa, que no ha caído en su juego.
—Jugando —repite el otro.
Cero, uno, cinco, cinco, cinco...


* * *


El único delito de mi hermano, hasta donde supimos, fue el de rayar una pared en la iglesia del Santo Ángel Custodio, en Analco. El cabrón de Jorge pintó en rojo: “Gobierno, no derribes mi casa.” Lo pintó el día en que el gobernador fue a inaugurar el centro de convenciones, el muro que da a la tres oriente, el momento exacto en que pasaba la comitiva.
—Ay, Jorge —la voz de mi madre, luego que él nos contara su hazaña—. En la iglesia, no tienes perdón de dios.
Perdón de dios, no; pero sí permiso del señor cura.
La policía municipal, que había dos en cada esquina, lo persiguió por el atrio justo cuando los niños comenzaban su clase de fútbol y fue coincidencia que los veinte escuincles chutaran contra los azules, mientras el sacristán y el señor cura en vez de pararlos les echaban de vuelta las pelotas. Luego, cuando Jorge pasaba por el parque, las patrullas que lo perseguían no pudieron pasar, pues las camionetas de carga ligera tenían cerrados los dos accesos que daban al bulevar cinco de mayo, también fue coincidencia; ya al final, la corretiza en los callejones, los pobres policías de a pie no tenían una oportunidad, pues los artesanos desplazados de Los Sapos tenían sus muebles por todos lados y puestos así era en apariencia imposible la carrera de obstáculos.
—La verdad —luego presumiría Don Chuy—, es que había un pasillo ansina en diagonal. Pero esos brutos que se iban a dar cuenta.


* * *


No me puedo aguantar el grito.
Imagino es el Gordo quien da la patada a la puerta, porque el uno que es jefe se contenta con agarrar a la madre de un brazo y enseñar con el otro la fusca. El bruto de la puerta va hasta donde estoy y me quita el teléfono de un manotazo, de un salto voy hasta donde está tirado el pinche aparato y cuando al fin lo tengo en los dedos, el cabrón se me echa encima y yo nada más puedo preguntarme a quién iba llamar, si estos hijos de la gran puta son los dos de la policía. La jefa, por su lado, ve la fusca como cuando uno mira a un mosquito picándole y éste, de tan glotón, no se da cuenta sino hasta que ya tiene la mano encima.
—Ay, ojón —se queja el judicial.
Con tan mala suerte que mamá no ha alcanzado a darle en la nuca, sino que la mano del metate le ha pegado en la chamarra. Bien escondida se la tenía la jefa, recargándose bien arriba en el marco de la puerta con el metlapil, la otra mano haciéndome señas.
—Pinche vieja —dice el puto que me tiene ahí en el suelo, y quizá duda un segundo en soltarme e ir en ayuda del otro, su jefe. Pero me suelta y lo mato al hijo de la chingada, eso puede tenerlo bien seguro.
No hace falta.
Su jefe se incorpora y le suelta un revés a mamá, tan cabrón, que hasta la sangre va y queda salpicada ahí en el muro. Luego, sin ningún miramiento, le acomoda un puñetazo en el vientre que la dobla y así como está la agarra de los cabellos y le da en la jeta con la rodilla.
—¡Mamá! —grito. Busco soltarme con todas mis fuerzas pero que va, si lo único que hago es una pataleta y sacudir la cabeza. Me tiene amagada, el muy cabrón. Las rodillas firmes en el suelo y mis muslos bajo sus botas, los brazos sujetos con una sola mano por encima de mi cabeza mientras la otra se da vuelo amasándome las tetas. Y el hijo de puta, todavía se ríe.
A mamá le dan con la cacha de la pistola en la nuca, y el hijo de puta se ríe.
La madre se va al suelo y le dan con el pie, el hijo de puta se ríe.
—Déjale un mensaje a Jorgito —se la llevan a rastras, tirándola del cabello.
Pinche hijo de la gran puta, sigue riéndose.


* * *


Nosotros nos enteramos por la televisión.
Elementos de la PGR entraron a las oficinas de la Unión de Barrios, ubicada aquí a dos calles, la frontera de La Luz con Analco. La orden la firmó el juez quinto de la notaria número uno. Durante el operativo, lo pasaron todo en la tele, hallaron ocho kilos de cocaína y veinte de marihuana, un rifle automático AK47, los famosísimos cuerno de chivo; había también pistolas de nueve milímetros y revólveres calibre treinta y ocho, chingo de cartuchos. Puta, según había hasta planos del centro de convenciones y los drenajes bajo el bulevar, como sí esta gente fueran de la guerrilla o algo. Si uno conocía de cerca a los chavos de la Unión, pues no se la tragaba. Pero el caso no era sí unos pocos lo creían o no, el caso era desacreditarlos ante la opinión pública. Congelar los fondos de su caja popular de ahorro y abatir los apoyos que recibían del INAH y la Cámara de Comercio.
—Aquí en Puebla, es lo que se acostumbra, Ma —era Jorge al teléfono—. Si lo acaban de hacer con Simitrio, para desmembrar a los ambulantes de la Veintiocho de Octubre. ¿No se acuerda?
—No me importa Jorge, di la verdad, ¿tenían drogas y armas en esa unión tuya?
—Se lo juro, Ma. Por esta. Ni los muebles eran de nosotros. Eran prestados. Todo lo que teníamos de lana estaba en la caja de ahorro.
—Ay, hijo, bendito lío en que andas metido.
—Perdón, Ma.
Silencio.
—¿Estás bien?
—Usted no se preocupe, yo me las arreglo... Nada más écheme su bendición.
—Que el Santo Ángel Custodio y Nuestra Santísima Señora de La Luz intercedan por ti, mi niño.


* * *


El Gordo me viola.
Pinche hijo de la gran puta. Me da un puñetazo en la boca del estómago y así doblada como estoy me baja hasta las rodillas los pantalones. Me voltea boca abajo. El cabrón me vuelve a atorar las piernas bajo sus botas y aunque estoy abrazada a mi misma para contener el dolor, el bruto no se fía y me echa las esposas, las atora en la mesa de centro, otra vez por encima de mi cabeza. Yo todavía estoy sin aire y trato de recuperarlo a bocanadas mientras el Gordo se la soba, se me echa encima.
—¡Pinche hijo de puta! —le grito—. ¡Marica!
—Cállese —me azota la cabeza contra el suelo y eso es lo último que sé—, si bien que te gusta —dice el muy pinche marica mientras me la mete.


* * *


Las redadas se volvieron cosa de todos los días, y es que los chavos de la unión no tenían muchas alternativas. Estaban sin dinero. Todos sus parientes vivían si no en Analco, en San Francisco, aquí en La Luz o en el barrio de Los Remedios. Los más listos, como Jorge, no se dejaban ver ni decían a nadie dónde estaban escondiéndose.
La madre estaba con el Jesús en la boca y todos los días, antes de irse a dormir, le prendía una veladora a la virgen y se aventaba el rosario, completito. Y es que todos los fines de semana, en el puesto, oíamos como los judiciales se habían llevado a los Furlong o a los Meneses, que Aurelito estaba muy grave en el hospital por dos balazos que le habían pegado y Ramiro también, en ortopedia, de una paliza que le reventó hasta el último hueso.
Jorge, por su parte, seguía escribiendo bajo seudónimo en el periódico.
Sus artículos los firmaba como Ernesto Quiñones —el nombre de papá, el apellido de soltera de la madre—. Y quién sabe cómo le hacía pero cada vez le salían más chingones, la verdad.
Neto Quiñones sacaba todos los trapos al sol.
Ponía el gasto mensual de transportes, y las concesiones a las rutas de colectivos; el compadrazgo que había entre fulanito, de la constructora tal, y menganito, con tal hueso; incluso hacía gráficas donde se veía lo que ganaba el gobierno comprando barato y lo que perdían las gentes reubicadas; nada se le iba al cabrón de mi hermano. Las actas municipales declarando Los Sapos como zona típica turística de la ciudad en noventa y dos, y la reubicación de antros desde Cholula en el noventa y cinco; las estadísticas de predios vacíos y predios en venta.
Demostraba con números, como no era posible para los agremiados de la Confederación de Ciudadanos Libres del Puente Analco —que eran los Afectados del Río de San Francisco y la Unión de Barrios— comprar armas y drogas con el dinero del fideicomiso, pues era el mismo de la caja popular y había copia de cada recibo emitido. Los de gobernación estaban, puta, yo creo hasta pensaron en clausurar el periódico. Y lo que pagaban por los artículos de Neto Quiñones, el cheque salía a nombre de la jefa.


* * *


Despierto, y aunque ya no estoy esposada, sigo exactamente en la misma posición. La puerta de la casa está abierta y el chisguete de sangre en el muro a un lado de la puerta, la mano del metate partida en el suelo, mi nariz rota; me llevo los dedos a la entrepierna, hay más sangre ahí abajo.
Me limpio la nariz con una manga y chillo, de puro coraje.
—No te pares —la voz viene de atrás, no me había dado cuenta de ellos. Son Bárbara, la del cuatro, y Don Lucino.
Hasta ese momento siento el mantel, que me cubre desde la cintura.
Pobre Don Lucino, tiene la nariz rota y los dientes de arriba partidos, una costra de sangre en la camisa y otra tanta en la barbilla, Bárbara lo está lavando y por el empaque en el suelo puedo adivinar que nos ha dado neomelubrinas para el dolor.
—Las gemelas —digo—, las dejé encerradas en el armario.
Y entonces Doña Ernestina, que viene de la cocina con una olla de agua grita: Válgame dios, y se va corriendo hasta la recámara, luego regresa y me pide la llave. Me subo los pantalones y el puro roce quema como si me echaran ardor. Le doy las llaves. Las gemelas vienen hasta donde estoy y me abrazan, están llorando las dos, pero en silencio. No tienen que preguntar, saben lo que ha sucedido. Ojalá a mí me quedaran fuerzas como a ellas, grito llorando:
—¡Se llevaron a mi mamá!


* * *


Cuando papá murió, lo velamos ahí en la vecindad y luego a misa en La Luz, de cuerpo presente. Ernesto estaba en la universidad y Carlos en preparatoria, los dos iban de pantalón negro y camisa clara, corbata y suéter negros; Jorge, que acababa de entrar a la secu, estaba ahí con su pantalón gris a cuadros y el suéter verde. A las gemelas, que estaban por entrar al kinder, y a mí, que ya iba en primaria, nos vistió mi mamá de blanco.
Todavía me acuerdo.
Don Lucino, Don Chuy, Doña Ernestina, que entonces vivía con su marido y estaba encinta del segundo chamaco, el rockero del cuatro con su chamarra de cuero y la greña, sus eternas gafas oscuras. Otros dos señores ya grandes que yo no conocía, el señor cura cada hora con su rosario.
Todos ellos lo lloraban mucho, todos menos mi mamá y nosotros.
Papá nos había hecho prometérselo desde el hospital, que no íbamos a llorar cuando se muriera. Mamá fue la que mejor cumplió su palabra. Hasta que Don Chuy, Don Lucino, Ernesto y Carlos agarraron el ataúd y lo levantaron para llevarlo en hombros hasta la iglesia de nuestra señora. Ahí sí, ya no pudo.
Se le escurrió una lágrima por la mejilla, bien que la vi, transparente y brillosa.
Mamá se la limpió con el pañuelo y tomó a las gemelas una en cada mano, salió caminando detrás de su marido como si maldita la cosa. Yo sentí que no iba a tener el valor. Me temblaban las piernas cuando Jorge, que estaba ahí a un lado me tomó de la mano como mamá a las gemelas. Tenía los ojos muy húmedos, como yo, pero nos mordíamos los labios fuerte-fuerte para que no se nos escurrieran las lágrimas.
Papá murió de un cáncer muy raro, apenas lo diagnosticaron, pasó dos semanas en el hospital y cuando lo dieron de alta fue para que pudiera ir y morirse en la casa. Desde entonces, mamá nos cuidó.


* * *


—Se llevaron a mi mamá —le digo—. Y es tu culpa, pendejo.
Jorge está en un colchón, a un lado del horno, hace diez meses que se esconde aquí en la panadería. Está a una calle de la iglesia y a dos de la casa, abandonada desde hace no sé cuántos años. La única que lo sabe, además de su conecte, soy yo.
—Mantente en contacto —me había dicho, y desde entonces intercambiamos mensajes todos los domingos. Mi hermano los deja debajo del primer escalón del púlpito en la iglesia. Y así también se los respondía. Es sólo que Jorge no los lleva y recoge en persona, sino que lo hace por él el señor Aurelio, que es sacristán y el padre de Aurelito, quien sigue en el hospital con dos balazos tirados a quemarropa en la boca del estómago. El señor Aurelio, que de lunes a viernes trabaja en intendencia, es también quien lleva sus artículos al periódico y es gracias a él, que aquí estoy.
—¿Qué haces aquí? —se asoma por entre las tablas que tapian el aparador— No ves que pudieron seguirte.
—No oíste, pendejo. Se llevaron a mi mamá.
—Ya sé, güey —se deja caer en el colchón y hace de lado la máquina de escribir, que está ahí mismo—. Me dijo Don Aurelio, desde ayer en la noche, que se enteró. ¿Tú cómo estás?
Me lo quedo viendo como nos veía mi mamá.
«¿Cómo quieres que esté yo, tarugo?»
—Lo siento, Clarita. Lo siento un chingo. Todo esto está del carajo. Dicen que Bartlet quiere destaparse para presidente, y puede que se le haga, fue secretario de gobernación para Salinas, es presidenciable. Pero si quiere el hueso tiene que dejar bien puesto el programa Angelópolis, ese es su pasaporte a los pinos. Y ya no queda nadie que se le ponga al brinco, Clarita. Ya nos agarraron a todos.
—Creí que faltabas tú.
Silencio.
—Con lo que les pasó a ti y a mi jefa... No chingues, yo mañana voy a entregarme. Estoy escribiendo el último artículo, relatando lo que pasó ayer; a ver si así la sueltan los hijos de puta. Lo único que no puse, es lo tuyo. Creo es lo mejor, al menos para ti.
Ahora sí, pinche Jorge me deja bien fría. Ni qué decir sé.


* * *


A Carlos le conté por teléfono, el mismo miércoles por la noche. Sólo de mi mamá. Me dijo que iba a enviarle un correo a Ernesto. Preguntó por Jorge, por mí y las gemelas.
—A Jorge no hay manera de avisarle hasta el domingo —le dije—, voy a ver si lo encuentro antes. Yo estoy bien y las gemelas en casa de la Señora Ernestina. Don Lucino quiso detenerlos y Bárbara, la del cuatro, se lo llevó al hospital. Le partieron su madre al ruquito.
—Puta, yo mañana pido permiso en el Colegio y me lanzo.
—¿No estás en finales?
—Sí, pero...
—Entonces mejor quédate allá, yo me encargo de aquí al lunes que puedas.
—¿De verdad, Clarita? ¿No hay nada en lo que pueda ayudar?
—De verdad. Tú nada más avísale a Ernesto y yo busco a Jorge. Ya si hace falta te traes a tus amigos que son abogados. Cuídate, y suerte en tus exámenes.
—Y tú —me dijo.
Al otro día llamó de nuevo para decir que Ernesto había mandado dinero a su nombre por Western Union, era una parte para sacar a la jefa y la otra, para que el Jorge se pelara lo más lejos posible.
—¿Qué onda, ya lo encontraste? —pregunta.
Y yo entré con el celular a la iglesia, pasé por el altar y sin dejar de hablar, me arrodillé para persignarme, luego fui hasta la sacristía.
—En eso ando —colgué—. Buenos días, Don Aurelio.
—Buenos días, niña Clarita —ni disfrazada como voy, le cuesta reconocerme—. ¿En qué puedo servirle?
—Quiero ir con Jorge. Hoy.


* * *


—Ernesto mandó dinero con Carlos —le digo—. Una parte es para que te vayas.
—¿No están encabronados? —me responde.
—Que va. Estamos todos orgullosos de ti, pinche Jorge. Ernesto te manda una lana y Carlos está haciendo lo imposible para organizar una manera segura de pasártela. Ya ves, mamá da su vida por ti y yo, yo hasta las nalgas...
—Clara, yo...
—Chitón —me siento en la cama, a su lado—. Si te entregas ellos ganan, güey. Y entonces nada de esto va a servir para maldita la cosa —lo abrazo—. Tienes que aguantar un chingo, Jorge. Esto es lo tuyo. No te puedes echar para atrás.
Silencio.
—Es mejor si me entrego, Clara. Lo que pasó ayer fue una advertencia. Si no, matan a mi mamá y luego se la siguen contigo. No tengo opción. Pon que tú y mamá aprueban lo que hago, pero ni modo con las gemelas. Ellas no tienen la culpa, no puedo ni imaginarme si otra cosa les pasa. Ni madres. Yo mañana voy a entregarme. La otra opción es... —a un lado de la máquina de escribir tiene, para lo que se pueda ofrecer, un revólver.


* * *


En el periódico del viernes salió un artículo de Neto Quiñones delatando el secuestro de su madre en un intento vil y despiadado de la procuraduría por ponerle las manos encima. Pues bien, decía el artículo, lo han conseguido. Este viernes a las ocho que abran las oficinas de la Procuraduría General de Justicia; quien esto escribe, presunto implicado en los crímenes de conspiración para cometer asesinato, posesión de armas de uso exclusivo del ejército y delitos contra la salud, adjunto a la Confederación de Ciudadanos Libres del Puente Analco por la Unión de Barrios, como representante de La Luz; el periodista Jorge Ramos alias Ernesto Quiñones, arribará en un coche de sitio en presencia de los medios y del público en general, a cambio de la libertad de su señora madre.
La nota, enviada a los otros diarios y la televisora local, a manera de comunicado de prensa; causó tal revuelo que desde las siete y media fueron necesarios efectivos de la procuraduría, la policía del estado y la municipal, para contener a las gentes que llegaron de El Alto, San Francisco, Analco, La Luz, incluso los mercaderes de la Acocota y los Remedios.
Había también reporteros, las cámaras del canal tres.
A las ocho en punto, llegó un taxi Volskwagen Sedán, el cual venía por el bulevar cinco de mayo desde la tres oriente, como luego confirmaron los distintos operativos. Y mi hermano Jorge, vestido con jeans y un saco color café, camisa blanca sin corbata y zapatos marrones, subió las escaleras que separan el bulevar del edificio de la procuraduría, ubicado en contraesquina de la Plaza Dorada.
Le hacían valla medio centenar de operativos vestidos de negro, con playeras estampadas con el escudo nacional y letras doradas, todos armados con rifles semiautomáticos. Se detuvo una sola vez, antes de entrar al edificio, alzando la mano para saludar y agradecer el aplauso que le brindaban todas las gentes que había defendido en el barrio. Ahí entre la multitud estábamos las gemelas, Carlos que se había venido del D.F., y yo.
Jorge se metió al edificio y ya no lo vimos sino hasta el funeral de mamá.
De acuerdo con la declaración del procurador, Jorge Ramos Quiñones había hecho lo correcto al entregarse por los cargos que se le impugnaban, y seguramente el juez lo consideraría al momento de dictar sentencia. Sin embargo, la procuraduría negaba rotundamente que la señora Clara Quiñones Ortega, de cuarenta y nueve años, estuviera o hubiera sido detenida por ninguna de las fuerzas del orden público a cargo del Gobierno del Estado de Puebla. Iniciándose una investigación inmediata por su paradero, como un caso de persona desaparecida.
El boletín impreso se repartió entre los asistentes y las fuerzas del orden público nos corrieron de ahí. Carlos maldijo en voz baja y yo rompí a llorar cuando las gemelas preguntaron cuándo iban a devolvernos a mamá. No lloré amargamente, sólo una lágrima que se me fue y pesqué al vilo.


* * *


Ya es bien noche, han pasado semanas del juicio de Jorge y por supuesto, lo han declarado culpable. Del paradero de mamá nadie sabe. Carlos se ha vuelto a México a repetir su último trimestre de la maestría, el año entrante vuelve Ernesto del extranjero y aunque químico de profesión, será el primer doctor en la familia.
Me levanto con nada más que el camisón y voy a la puerta; claro que, por si las dudas, paso antes por el revólver de Jorge, que guardo arriba del refrigerador, donde no lo alcanzan las gemelas.
—Quién es —pregunto, parpadeando un par de veces para enfocar y distinguir la sombra en el ojo de pescado.
—Soy Bárbara —es Bárbara.
Le abro la puerta.
Pasa hecha una furia, vestida todavía con el suéter verde y la ropa blanca.
—Encontré a tu mamá.
Tiene un custodio. Está en una clínica del seguro, en terapia intensiva. De acuerdo con su expediente, la internaron hace dos meses, identidad desconocida. También tiene cáncer, terminal.
—De acuerdo con esto —me enseña una copia del expediente—, lo ha tenido durante años, en el páncreas.
—No.
—Sí —me dice—. Es sólo que hace unas semanas sufrió una metástasis, al parecer por una serie de golpes. Está muy mal, pero vive. Puedo hacer que la veas. Sólo es cuestión de arreglarse con el gordo que la cuida.
—¿Gordo? ¿Un moreno, bigotudo?
—¿Tú cómo sabes?
Pinche cabrón, así que los pusieron a cuidar a la jefa.
Despierto a las gemelas.
—Vístanse, vamos por mi mamá.
—¿Mmm? ¿Por mamá? —sí, por mamá.
—¿Cómo nos vamos? —le pregunto a Bárbara, pero ella niega con la cabeza.
—No tenemos coche —me dice.
—No importa, pedimos un taxi. Pero necesitamos alguien más, alguien fuerte. Ya sé, hay que avisarle a Don Lucino.
—¿El ruquito del dos?
—El ruquito del dos —le contesto.
Me termino de vestir y con el celular pido un taxi.
Salgo corriendo y le toco a Don Lucino como si fuera el día del juicio final y él se lo estuviera perdiendo. Ahora resulta que él también duerme en camisón, una de esas pijamas antiquísimas con gorro y toda la cosa.
—¿Qué pasa, niña? Me vas a matar de un susto.
—Don Lucino, Don Lucino, venga, ya encontramos a mi mamá.
—¿Doña Clarita, dónde?
Enciende la luz y saca de entre sus triques el uniforme de billetero que es lo que más tiene a la mano. Se lo pone encima del camisón, cambiando el gorro por el quepis en el momento justo en que suena el claxon del taxi.
—Aquí a la clínica dos del seguro, váyase todo el bulevar hasta la siete.
Llegamos y en la puerta de servicio, como un regalo de Navidad, está un Cavalier blanco, inconfundible por el tumbaburros y el Gordo en el asiento del conductor, dormido.
Bárbara le da una lana al taxista y le ordena que espere.
Don Lucino carga a la Carola primero, y enseguida a Conchita, luego las pone en el suelo y las sujeta a las dos muy fuerte de sus manecitas, tanto como yo el revólver de Jorge.
—Bárbara, lleva a las niñas. Yo las espero aquí con el señor Lucino.
Ella, que me ha visto el revólver, sólo asiente y llama a las gemelas. Yo las insto a que vayan con ella, van la mar de emocionadas. Cómo si no, si van a ver a la Ma.
—Don Lucino, usted acompáñeme a saludar —él también ha visto el revólver.
—Buenas, Gordo —toco en el vidrio con el cañón—. ¿te acuerdas de mí, verdad?
El cabrón quiere sacar la pistola cuando de su lado, con una piedra, Don Lucino da el cristalazo y se sigue hasta su ojo izquierdo. Nada tarugo, el ruquito, abre los seguros de la patrulla y le quita al judicial su pistola.
El taxi, apenas nos ve, se larga quemando llanta.
—Ahora, sí —me meto en el coche—. Volvemos a encontrarnos —le pongo la pistola entre las piernas; tanta seguridad, me asusta, la verdad, y también al gordo que se mea apenas ve la pistola sin el seguro. Don Lucino se da la vuelta y guarda la escuadra en su chaqueta—. ¿Me prestas tu radio, Gordito? —aprieto el botón—. Pareja, me copias... No copia, Gordo... ¿Me copias...? Te va a dejar morir solo.
—¿Gordo?
Detonación, un aullido como de demonio, estática.
La puerta que se abre y el Gordo aullando va a dar al suelo, Don Lucino se trepa al carro y arranca.
—¿Sabe manejar?
—Pues si fui taxista, mi niña. Hasta que me quitaron la licencia porque según yo ya no veía.
Válgame. Me abrocho el cinturón.
El otro baja en chinga para encontrarlo ahí tirado y desangrándose.
—¡Me dio en los huevos! ¡Justo en los huevos, carajo!
—¿Quién, Gordo?
—Clarita... la hermana de Jorge... la marimacha...
El judas que es jefe llama a gritos una camilla y hasta entonces le cae el veinte.
Don Lucino le da la vuelta a la manzana y con la sirena encendida se estaciona en la entrada de urgencias. Yo bajo hecha la raya y le digo al policía que allá atrás hay un hombre herido de bala y que el señor Lucino que está ahí es policía y me trajo por estar herida, le enseño la sangre del Gordo pero no la pistola. El policía va corriendo a donde Don Lucino y él le grita que no, que vaya a auxiliar a los compañeros heridos al otro lado de la cuadra. El poli se va corriendo y pide refuerzos por el radio. Yo tomo el elevador y en corto me lanzo al segundo piso. Terapia intensiva está al final del pasillo.
Ahí están Bárbara y las gemelas, mi mamá.
—Prepárenla para irnos —grito.
Pero no voy con ellas.
En vez de eso, me arrodillo en el suelo apuntando al pasillo. La mano que sostiene la cacha bien fuerte y la otra apoyando firme en la muñeca para no desviar el tiro al momento de disparar. Papá me enseñó. Apuntas aquí, y aquí le disparas. Todas las armas son iguales. Es cosa de aguantar, tener la cabeza bien fría.
—Clara, Clarita, ¿eres tú? —la voz de mi madre.
Nos falta un judicial.
Ting, hace la campana del elevador y se abren sus puertas. El judas sale pistola en mano y hecho una chingada, pero cuando se da cuenta que esa de ahí soy yo, ya no puede ni dejar de correr ni apuntarme. Bang, hace el revólver de mi hermano. Argh, hace el hijo de la gran puta. Ay, a, gritan las enfermeras de turno.
Mientras Bárbara, con ayuda de las gemelas, empuja la camilla hasta el elevador.
Yo me paro y corro tras ellas.
Desafortunadamente, mamá se nos muere dos pisos abajo. Aunque con el apuro no nos damos cuenta sino hasta que estamos las tres con ella en el asiento de atrás de la patrulla, cargándola entre todas. Don Lucino se queda como chofer y Bárbara se sube adelante porque ahí vienen de vuelta todos los policías que se fueron, advertidos desde el radio de la balacera en segundo piso y la enferma que nos robamos.
Don Lucino pisa bien fuerte al acelerador y cambia las velocidades de primera a quinta en un abrir y cerrar de ojos; de repente, me da miedo que nos vayamos a voltear cuando da la vuelta para agarrar el bulevar y luego en la tres para llevarnos hasta la casa.
—Ya ni se apure —le digo—. Se nos adelantó mi jefecita.
Don Lucino baja la velocidad porque está llorando. También Bárbara, la enfermera que si alguien reconoce se queda sin chamba. Yo no. Si algo nos enseñó mamá es que en esta vida uno no debe llorar a los muertos. Nada más tantito, una lágrima que muestre nuestros respetos.
—Qué hacemos —dice por fin una de las gemelas, creo la Conchita.
Y la otra contesta con una idea por demás cruenta:
—Hay que echarla en el puente, que nos vean tirándola desde la patrulla.
Bárbara mira a las gemelas, que así como si nada acarician el rostro de mamá y le acomodan los cabellos, como si no hubieran dicho eso de echar su cadáver al río. Don Lucino las mira primero a ellas y luego a mí, y yo no digo maldita la cosa porque qué caso tiene. Las gemelas tienen razón. Hay que echarla por el puente y que nos vean tirándola desde la patrulla; total, si fueron ellos quienes la mataron. Don Lucino se acomoda el quepis, que ese gesto le da una dignidad imposible, la verdad. Y luego dice con su voz ronca: A sus órdenes, niñas.
Todavía con la torreta encendida maneja hasta el Puente de Ovando y es él quien toma el cuerpo de mamá y lo arroja. El foso está seco y el cuerpo se queda ahí, en el empedrado. Entonces Don Lucino se saca la escuadra del Gordo, que aún tiene en su chaqueta y le descarga varios tiros al cuerpo de mamá. Lo hace a propósito. Quiere que nos oigan, que toda la gente de Analco salga a la calle y lo vean, uniformado como está y tirándole a una mujer en el foso desde la patrulla.
Luego echa también la pistola y se guarda el pañuelo; fino, el ruquito.
Los primeros curiosos se acercan desde el jardín o del otro lado de la calle.
El Cavalier se arranca entonces con la sirena, Don Lucino nos lleva toda la tres hasta la panadería y ahí nos baja para seguirse de largo y abandonar en cualquier rincón de la ciudad la pinche patrulla.


* * *


La procuraduría tiene cualquier cantidad de pruebas para contar lo que ocurrió, pero ya no las mostraron pues la gente del barrio miró lo que miró, y ahí estaba Doña Clara en el ataúd para demostrarlo. Todos los testigos declararon lo mismo, que de la patrulla de la judicial con placa tal y cual la habían arrojado a la ñora, que era del barrio y había sido un uniformado el que disparó, que se largó a toda prisa. Tantos testigos no podían estar ni tantito errados.


* * *


En el funeral, Jorge se nos acerca a mí y a las gemelas, venimos un paso enfrente de Carlos y Ernesto, que han conseguido permiso de sus colegios para asistir al funeral de la madre. A todos nos da las gracias. A él le quedan todavía dos condenas por cincuenta años, pero ya se puede estar sin preocupaciones. Con él viene sólo un par de custodios y en el funeral somos como cincuenta del barrio. Y desde lo que pasó con la madre, aquí ya todo dios trae pistola.
Así que, pinches custodios, lo sueltan o los soltamos. Cabrón.


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