"comprehendere scire est"

Divisor

Consejo Nacional para el Entendimiento Público de la Ciencia.

Virtualmente Eterno


Mario Peral Manzo

Fernando saltó desde un precipicio. Una caída de doscientos metros...
La muerte inminente le hizo pensar que, de las nueve “vidas” que le restarían en este mundo virtual, ninguna volvería a perder por una decisión tan estúpida como la que le obligó a saltar.
Un ruido de estática llenó su cabeza justo en el momento en que llegaba al fondo del abismo.
Abrió los ojos de inmediato. Su caja de contención se iluminó. Una voz femenina le dio la bienvenida: “Es un honor recibirlo, señor Fernando. Le informo que acaba de perder una vida. Si desea reiniciar el programa, pulse la tecla roja que aparece a su derecha; por favor asegúrese de que sus electrodos están sujetos con firmeza a su cabeza.”
La voz volvió a repetir su mensaje. Fernando se incorporó, pulsó el botón azul para pausar el sistema.
En el tablero a su izquierda, en una pantalla gris, Fernando leyó: “Tiempo real en el contenedor: diez días. Tiempo virtual: 240 años.”
Diez días... le parecía mentira. Únicamente doscientas cuarenta horas. ¡Las cosas que había vivido en el mundo virtual! Un hombre bicentenario en aquél mundo paralelo y, en este mundo, tan solo un joven de quince años.
Ya ni siquiera recordaba bien a la gente que le había sido significativa en esta vida. Tan sólo le quedaban claramente presentes las razones por las que decidió involucrarse en el proyecto “Vida Alterna”: el deseo de aventura, el terrible aburrimiento de su vida cotidiana, el desencanto, la soledad... su parálisis cerebral. “¡Mi parálisis cerebral!”, se repitió; casi la había olvidado.
En una ventanilla a su derecha, percibió el movimiento del personal robótico de “Vida Alterna”. Le maravilló la precisión con la que manipulaban las máquinas a su alrededor.
Movimientos precisos; fríos sí... pero muy precisos.
De repente fue consciente de los movimientos desordenados de sus propios brazos y piernas. Fue un golpe duro recordarlo. La parálisis cerebral no existía en el mundo virtual que acababa de abandonar.
Un movimiento en el exterior lo distrajo de sus pensamientos. Dos humanos se aproximaron a su contenedor; la parte superior se deslizo a su derecha, dejándolo expuesto al exterior. Los sonidos entraron a sus oídos de manera más intensa. El desplazamiento de las máquinas pensantes se le antojaban como chirridos insoportables.
- ¡Ah, señor Arreola! ¿Qué ha sucedido, allí adentro?
- ¿Allí adentro?- repitió más para sí mismo que para el hombre que había formulado la pregunta.
- Sí, mi querido muchacho... hace apenas unos días estaba usted muy nervioso e indeciso en participar en este experimento. Espero que después de diez días en “Vida Alterna”, haya resuelto usted continuar con nosotros.
- ¿Qué tal funcionan las cosas en su mundo virtual?- preguntó la mujer que acompañaba al hombre.
- Morí...- respondió vacilante Fernando.
Los dos jóvenes científicos se miraron por unos segundos. Volvieron a centrar su atención en el muchacho.
- Técnicamente usted no puede usar la palabra “morir”- dijo la mujer.
- Bien... perdí una vida... “virtual”.
Como pudo, Fernando se sentó. Sus brazos describían movimientos absurdos y su cuello se torcía de manera extraña, mientras sus piernas se enredaban en una especie de lucha grecorromana.
- En fin, joven amigo, dígame cómo se desarrolló su vida virtual antes de abandonar el programa. Y, sobre todo, qué circunstancias le obligaron a dejarlo. Tenía usted cinco días más para permanecer en él.
- Es difícil, señor, explicar un lapso de doscientos cuarenta años, es... una historia... muy larga.
- ¿¡Doscientos cuarenta años¡?- exclamó la mujer- pero... Dr. Guerrero, habíamos previsto una vida subjetiva de diez días virtuales por cada día real, es decir...
- Lo sé: poco más de tres meses virtuales por los diez días que nuestro joven amigo ha permanecido en la máquina. ¿Se da usted cuenta, doctora Díaz? ¡Nuestros cálculos más optimistas han sido rebasados con creces!
- Así es- asintió la científica- pero, seamos cautos; quizá cada individuo experimente de manera distinta el transcurso del tiempo virtual.
Mientras el doctor Guerrero asentía, Fernando rompió el encanto de la realización científica con una trivial pregunta: “¿puedo regresar al programa? Tengo entendido que me restan nueve vidas virtuales”.
- ¡Ah, veo que ha decidido continuar con nosotros! Muy bien... es sólo que... hemmm... dados los maravillosos resultados sobre el tiempo subjetivo que usted vivió en el programa, tendremos que cambiar un poco las cláusulas para su permanencia en este proyecto...
- ¿Tendré que pagar mi estadía? Ustedes saben que yo no tengo dinero...
- No se trata de eso. Verá: como usted sabe, sus experiencias han sucedido en un prototipo de realidad virtual. Queremos que pruebe la, digamos, nueva versión. Se trata de un programa perfeccionado que funciona sobre una consola mejorada, producto de nuestra más reciente tecnología de punta.
- Sinceramente no veo muchos cambios. Me refiero a las cláusulas.- apuntó Fernando.
- Es que aún no me ha dejado terminar. Mire: se trata de que usted ya no regrese a este mundo; es decir, si usted acepta, deberá permanecer en el programa por el resto de su vida; o, mejor dicho, hasta que el programa se detenga. Entretanto, usted contará con una interfase virtual para que se pueda comunicar con nosotros digamos... cada cincuenta años virtuales; sus mensajes llegarán a nosotros de manera instantánea. Piense: diez días fueron 240 años para usted; ¿Puede imaginar 50 años de óptimo funcionamiento garantizados para esta máquina y este programa?
- ¡Virtualmente eterno!- exclamó la mujer.
Virtualmente eterno, pensó Fernando.
Ese mismo día, el muchacho fue trasladado a la nueva consola. Sus piernas, brazos y cuello quedaron inmovilizados gracias a los efectos de una poderosa droga. Le colocaron en la cabeza un casco en cuya parte superior sobresalía un cable rojo. Sus ojos le fueron cubiertos con unas gafas negras y los oídos, la boca y los poros de la nariz quedaron sellados con una sustancia pegajosa que, según le habían explicado, le permitiría recibir el suministro de alimento especial y oxígeno para dar soporte vital a su cuerpo. Posteriormente sintió cómo una pegajosa espuma plástica lo envolvía en un eterno abrazo tibio.
Fernando recuperó de nuevo su conciencia virtual. Miró hacia arriba. Un espectacular sol incrustado en un cielo azul (más real que el de la vida que había abandonado para siempre, pensó alegremente para sí) iluminaba el fondo de un precipicio en cuyo fondo se veían hermosos árboles y un lago de cristalina belleza. Volvió a levantar la vista al cielo. Tomó aire virtual y gritó: “¡Felicidades, éste programa es exquisito!”
Notó que en su brazo izquierdo tenía un dispositivo de comunicación (cada cincuenta años virtuales- dijo para sí). De repente oyó un extraño ruido a sus espaldas. Volteó alarmado.
Trepado sobre una piedra, un enorme puma comía los restos de un ciervo.
Fernando recordó haber cazado, descuartizado, asado y comido la carne de aquel animalito cuya cabeza colgaba, ahora, fláccidamente de las fauces del puma. También recordó que en el mundo virtual tenía un miedo irracional por los pumas.
Nadie conseguiría convencerlo que podría marcharse sin temor alguno.
Las bestias saciadas o alimentándose no se meten contigo en tanto no te pongas entre ellas y su alimento.
El pánico nunca ha permitido razonar con los fóbicos y mucho menos si están frente a una amenazante y perfecta réplica virtual.
Mientras Fernando caía por el precipicio (una caída de doscientos metros) pensó, además de en su estúpida decisión de saltar, en el excelente trabajo de los científicos que lo pusieron ahí.
Antes de llegar al suelo, alcanzó a teclear dos palabras.
La pantalla del laboratorio comenzó a iluminarse. Un zumbido como de abeja avisó de la presencia de una mensaje.
Dos ancianos como de ochenta años se acercaron a la pantalla.
- ¡Por fin, después de cincuenta años reales! ¿Tuvo casi medio millón de años virtuales para comunicarse y no lo hizo?
- ¡Calla, cascarrabias! Sus buenas razones habrá tenido- respondió la Dra. Díaz- ahora deja de perder el tiempo y abre el mensaje que nos envía. Seguramente es un archivo inimaginablemente enorme después de 438 000 años virtuales.
El doctor Guerrero se aproximó refunfuñando a la pantalla, tecleó el código de acceso.
En la pantalla aparecieron solamente dos palabras:

“BUEN TRABAJO”


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Editorial. Gabriel Yensen Bazan Walker.

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Investigación. Ing. José Manuel Cruz Armenta ; M.C. Blanca Estela Velasco Díaz + Instituto Tecnológico Superior de Teziutlán.

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